Julio Vasquez.

Radio Renacer

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domingo, 7 de octubre de 2012

Un castigo más largo no reduce las pulsiones criminales

Los profesionales que bregamos a diario con el comportamiento humano, quedamos desconcertados cuando los diputados aprobaron la nueva ley que eleva las penas de reclusión a los adolescentes y menores que cometan asesinatos. Quedé petrificado al leer en la prensa que un proyecto huérfano de ponderación y análisis, resultó exitoso porque pareciera que él proveería de una sensación placentera. Esperaba que aquellos congresistas, antes de dar su apoyo al proyecto, recurrieran a consultar a los que saben de conducta humana. Ahora entiendo por qué el expresidente de la SCJ, Jorge Subero dijo, en un alarde de reflexión realista, al periódico El Caribe, que la sociedad dominicana no quiere justicia sino castigo.

Al parecer los diputados partieron del hecho de que como todo homicidio es un fenómeno interior, por lo que quien lo ejecuta obedece una pulsión indómita de la cual el autor es el único culpable, creyeron que independientemente de la edad, la mano homicida debe cortarse. ¡Y muerto el perro… se acabó la rabia! Pero resulta que el virus de la rabia no está en la saliva ni en la sangre del perro. El virus hidrofóbico es silvestre. Un niño en edad escolar no deja de mearse en la cama por el castigo materno, sino cuando cesan los conflictos conyugales.

Por supuesto, si a una de mis hijas, esposa, mamá o un hermano, es asesinado por un menor de edad para apoderarse de un celular, mi primera reacción no es que lo encierren por 10 a 15 años, sino que la Policía me lo entregue para yo vengar furiosamente la pérdida de mi ser querido. Pero hemos superado la Ley del Talión. Las normas sociales pretenden su cumplimiento colectivo, no individual, como guía civilizado de la convivencia. Los diputados debieron entender que muchos de los actos criminales que efectúan los adolescentes frecuentemente son expresiones de síntomas propios de la pésima función en la que se desenvuelve la familia de la cual procede. Debieron conocer de antemano que la conducta homicida es aprendida. Que son el medio familiar y el entorno social patológico los estimuladores y reforzadores a la vez de esa y de otras conductas desviadas y aberrantes. El adolescente no fue más que el instrumento aniquilador; fue solo la filosa guillotina, no quien la dejó caer sobre el cuello de la víctima. Como muchos de los diputados son abogados, no debieron ignorar que el trastorno de la personalidad que más estudios ha merecido durante los últimos 60 años ha sido la de los antisociales. Sin ninguna duda se ha establecido que un niño proveniente de un hogar caótico o disfuncional, donde no recibió suficiente apego de la madre y menos del padre, un progenitor periférico o ausente y por lo tanto incapaz de aportar una adecuada imagen de referencia paterna, niño que vive en un ambiente crónico de falta de afectos, un padre con adicciones o que humilla a la esposa e hijos o que ejerce violencia contra ellos, una madre que vive presa de la zozobra de si el marido aportará alimentos, vivienda segura y vestidos para ella y sus hijos o una madre que los deja solos para irse con amigos y enamorados a tomarse unas copas, o bien, a trabajar dignamente para ganarse el pan de los niños, señores, todo ese cuadro es el caldo de cultivo para que tengamos un delincuente violento antes de los 18 años. ¡No nació homicida, lo moldearon homicida!

Curiosamente, a pesar de que dicho proyecto debió ser estudiado por las comisiones de justicia, de salud, de educación y la de la familia, la verdad es que hay la impresión de que hubo apresuramiento. Uno esperaba que como el homicidio es una conducta aprendida, pues que se analizaran los principios del aprendizaje por condicionamiento clásico y operante y cómo extinguir una conducta nociva. Cualquier conducta aprendida es susceptible de ser desaprendida posteriormente. La de salud, supongo, se interesó por demostrar a los diputados que la sociedad y el individuo buscan desesperadamente: la felicidad, escapar a la desgracia del sufrimiento y huir de las pulsiones destructoras de aquellos individuos que por baja autoestima culpan a los demás por su tragedia.

Me siento tentado a transcribir aquí lo dicho por Freud en su obra El malestar de la cultura, para matizar la decepcionante actitud de los diputados sobre la indicada ley: "La cultura domina la peligrosa inclinación del individuo a dejarse dominar por la necesidad de castigar." Y yo agrego, es probable que tal inclinación de hecho sea un sentimiento culpable que experimentamos cuando vacilamos o callamos ante lo que está mal cuando pudimos trabajar para evitarlo; pero seguimos adelante castigando culpables para calmar los reclamos sociales mientras esperamos la absolución de nuestros pecados.

POR Pedro Mendoza.