Los profesionales que bregamos a diario con el comportamiento humano, quedamos desconcertados cuando los diputados aprobaron la nueva ley que eleva las penas de reclusión a los menores que cometan asesinatos.
Al parecer los diputados partieron del hecho de que como el homicidio es un acto interior, por lo que quien lo ejecuta obedece una pulsión indómita de la cual el autor es el único culpable, creyeron que independientemente de la edad, la mano homicida debe cortarse. ¡Y muerto el perro …. se acabó la rabia”! Pero resulta que el virus de la rabia es silvestre y cualquier perro está expuesto al mismo. Un niño en edad escolar no deja de mearse en la cama porque la madre lo castigue, sino cuando cesan los conflictos conyugales.
Las normas sociales pretenden su cumplimiento colectivo, no individual, como guía civilizador de la convivencia. Los diputados debieron entender que la mayoría de los actos criminales que efectúan los menores frecuentemente son expresiones de síntomas propios del pésimo ambiente en el que se desenvuelven las familias de las cuales proceden. Debieron conocer de antemano que la conducta homicida es aprendida. Que son el medio familiar y el entorno social patológicos los estimuladores y reforzadores a la vez de esa y de otras conductas desviadas. El adolescente no fue más que el instrumento aniquilador; fue solo la filosa guillotina, no quien la dejó caer sobre el pescuezo de la víctima.
Un adolescente emocionalmente maduro, es decir, sin menoscabo de su sentimiento de respetar su propio valor y el valor de los demás, es capaz de interiorizar el acto homicida y también su consecuencia, la condena, no así el menor criado en una familia arruinada por los conflictos parentales y conyugales. Sin ninguna duda se ha establecido que un niño proveniente de un hogar caótico, donde no recibió suficiente apego de la madre y menos del padre, un progenitor periférico o ausente y a menudo sin una buena autoestima paterna, niño que vive en un ambiente crónico de falta de afectos, un padre con adicciones o que humilla a la esposa e hijos o que ejerce violencia contra ellos, una madre que vive presa de la zozobra de si el marido aportará alimentos, vivienda segura y vestidos para ella y sus hijos, señores, todo ese cuadro es un fermento eficiente para la obtención de un delincuente violento antes de los 18 años. ¡No nació homicida, el ambiente familiar lo convirtió en homicida! El 95% de la culpa de los homicidios cometidos por menores debe recaer en las familias de las cuales proceden. De modo, que algún castigo merezcan los progenitores.
Cualquier conducta aprendida es susceptible de ser desaprendida posteriormente. La sociedad y el individuo buscan desesperadamente la felicidad, escapar a la desgracia del sufrimiento y huir de las pulsiones destructoras de aquellos individuos que por baja autoestima culpan a los demás por la vida emocionalmente trágica que han vivido, cosa constante en delincuentes juveniles.
Dice Freud en su obra El malestar de la cultura: “La cultura domina la peligrosa inclinación del individuo a dejarse dominar por la necesidad de castigar.” Y yo agrego, es probable que tal inclinación la experimentamos cuando vacilamos o callamos ante lo que está mal cuando pudimos trabajar para evitarlo; pero seguimos adelante castigando a los culpables para calmar los reclamos sociales en tanto esperamos la absolución de nuestros propios pecados por haber guardado silencio.
Por Pedro Mendoza.