Mientras haya sociedades patriarcales y machistas, se deben dictar leyes en
contra de la violencia intrafamiliar como lo hizo la emperatriz Teodora de
Bizancio, pues en tales sociedades, asegura el Dr. Lino Romero, “generalmente la
violencia intrafamiliar ocurre más frecuentemente [porque] los hombres
habitualmente son educados y crecen para ser agresivos y violentos. Por eso a
menudo se convierten en abusadores que maltratan a su compañera, y en ocasiones
a sus hijos e hijas.” (p. 29)
A lo cual el autor de “Violencia intrafamiliar. Un enfoque socio-cultural” añade que en nuestras sociedades patriarcales “las mujeres se educan para ser pasivas, comprensivas y tolerar los abusos y maltratos que les propina su cónyuge.” (Ibíd.)
Si bien los indios que encontró el descubridor Cristóbal Colón practicaban la violencia doméstica como lo confirman los cronistas, la llegada de los españoles, según el Dr. Romero, agravó el problema a su máxima expresión, pues marcó a los nativos con el fuego de la violencia ancestral codificada en la Biblia desde la muerte de Abel por su hermano Caín.
También, dice el autor, que desde la Antigüedad, en Egipto, en las sociedades de las tribus norteamericanas, en los imperios inca y azteca, se practicaba la violencia intrafamiliar, como testimoniaron las investigaciones de arqueólogos que estudiaron los esqueletos de mujeres indígenas y encontraron fracturas en los cráneos y partes del cuerpo como prueba de dicha violencia doméstica, pues las investigaciones versaron sobre períodos donde no hubo guerras en aquellas sociedades.
Para el doctor Romero, en el caso de los taínos de nuestra isla, la violencia más evidente era la de enterrar en la misma tumba, y vivas, a las mujeres del cacique que moría o cuando este, vivo, ofrecía sus esposas a sus huéspedes mujeres para que disfrutaran sexualmente de ellas sin su consentimiento.
De este capítulo 1 deseo resaltar lo siguiente: en la página 117, línea 11 aparece la expresión “violencia de género”. Se trata de un lapsus calami. Debió decir “violencia doméstica o intrafamiliar”. Por una sencilla razón: la Real Academia Española ha normado con razón, y lógica idiomática y biológica, que solamente los sustantivos tienen, gramaticalmente, género. Es decir, que los sustantivos o son del género masculino o son del género femenino.
Pero las personas no tienen género, sino sexo. Por esa razón las autoridades dominicanas que emiten los pasaportes y la cédula de identidad y electoral colocan en una casilla correspondiente del documento la palabra Sexo, y no Género, cuando desean saber la identidad sexual del portador de dicho documento oficial.
El otro punto de vista reside en que las feministas y algunas cientistas sociales afirman que cuando hablan o escriben “violencia de género” o “política de género” les sobra la razón con respecto a lo pautado por la Real Academia en 2011 y que ya antes Henri Meschonnic[7] había, primero que la Corporación de Madrid, afirmado que era un error confundir el sujeto gramatical con la biología sexual. Pese a la claridad del semantismo de la palabra “género” en los diccionarios, la expresión “violencia o política de género” mantiene su confusión, aunque sus defensoras aleguen que la palabra “género” no tiene nada que ver con el sexo, pues el complejo discursivo como violencia puede aplicarse tanto a la mujer como al hombre, dentro o fuera del hogar, lo cual es muy discutible pues hay una relación dialéctica entre lenguaje, discurso e ideología y las palabras no son inocentes, pues vehiculan su propia ideología en el discurso.
No hay convención lingüística en la elección de la palabra “género” en el discurso feminista, como no la hay en la lengua ni en el lenguaje ni en el discurso. Lo que hay es un acuerdo, local o internacional, para adoptar, erradamente, ese término. Se trata de una acción política o histórica (semiótica) expresada discursivamente en una palabra, a la que se le atribuye un núcleo conceptual susceptible de vehicular una ideología que puede incluso perjudicar al propio sujeto femenino que la defiende.
También es un error, por la misma razón, hablar o escribir “política o violencia de género”, en vez de hablar o escribir “política sexual o violencia sexual, doméstica o intrafamiliar”, como titula el Dr. Romero, con esta última expresión, su obra llamada a causar un impacto bienhechor en la sociedad dominicana. ¿Por qué los periodistas, los escritores y el común siguen hablando de violencia de género o política de género? Por incultura y, sobre todo, por una presión o violencia ideológica de parte de los discursos feministas que confunden el género gramatical con la biología sexual. Pero esta confusión desaparecerá poco a poco cuando los intelectuales y los especialistas convenzan a la sociedad de que no le conviene políticamente esa confusión, la cual el libro del Dr. Romero ha comenzado a desbancar.
En el capítulo 2, el punto importante es el rol de los padres en el esquema de la interacción familiar en la sociedad y la cultura, cual es el de, en esa jerarquía de valores, según el Dr. Romero: amar, nutrir, cuidar, proteger y educar a los hijos, aunque todo Estado, dice el autor, “tiene la responsabilidad de facilitar los recursos indispensables para que la familia pueda llenar satisfactoriamente estas funciones [y] (de este modo la familia pueda cumplir adecuadamente con la educación doméstica y el Estado con la educación formal).” (p. 37)
En el capítulo 3, lo importante es un debate filológico acerca de la aparición y evolución de la palabra feminicidio. El vocablo aparece en 1976, según el Dr. Romero, en una antología editada en los Estados Unidos por la Dra. Carol Orlock, y finalmente publicada en 1992 con el título de Femicidio, como contraparte del término homicidio. De modo que el término femicidio apareció rápidamente en México de la mano de la feminista y antropóloga Marcela Lagarde, “quien inició un efectivo movimiento contra el Femicidio en México. Fue posteriormente en un evento feminista celebrado en Chile cuando se decidió que cada país latinoamericano usara el término que más se aviniera con su historia y su cultura, ya fuera femicidio o feminicidio.
El Dr. Romero afirma, con razón, que en nuestro país se eligió socialmente el término feminicidio. Mi explicación como lingüista es la siguiente: Aunque la elección de feminicidio atenta contra la ley lingüística del menor esfuerzo, quienes impusieron socialmente el término no apostaron a esta ley, que casi siempre es la que triunfa, sino a la de eufonía y claridad raigal, pues aunque se pronuncia la sílaba “ni” de más, femicidio no nos deja distinguir la raíz “fem”, que viene del latín culto “fémina” (mujer, pues este vocablo en latín vulgar se dice mulier), muy asentado en la cultura de lengua española con el adjetivo-sustantivo “femenino”, el cual ha sido igualado silábicamente (ley de la igualación vocálica) con la “i” de “femi” más la sílaba sufijal “ni”, la cual se une al otro sufijo culto “cidio” del verbo “occidere”, de origen incierto= (herir en latín y luego, por extensión metafórica, matar el marido a su mujer, muy tardíamente en español, pues el verbo de uso mayoritario para matar, asesinar, en latín era interficere).
De donde feminicidio viene a resultar, por medio de la difusión masiva de la cultura periodística dominicana, más claro semánticamente que femicidio. Y todavía más claro y eufónico que el culto y correcto “uxoricidio”, anticuado y extraño rítmicamente al oído, aunque sinónimo de feminicidio o femicidio. Pero siempre el hombre como matador de su mujer, casados o no, y hoy se designa ambigua y eufemísticamente con el sustantivo pareja). Y feminicidio cumple entonces con las leyes de adaptación y acogida de un neologismo por parte de los usuarios de nuestro idioma español.
NOTA
[7] “Política y biología del sujeto”, en su libro en francés “Politique du rythme. Politique du sujet”. Lagrasse: Verdier, 1995, pp. 274-308, donde critica el término “la sujeta”.
A lo cual el autor de “Violencia intrafamiliar. Un enfoque socio-cultural” añade que en nuestras sociedades patriarcales “las mujeres se educan para ser pasivas, comprensivas y tolerar los abusos y maltratos que les propina su cónyuge.” (Ibíd.)
Si bien los indios que encontró el descubridor Cristóbal Colón practicaban la violencia doméstica como lo confirman los cronistas, la llegada de los españoles, según el Dr. Romero, agravó el problema a su máxima expresión, pues marcó a los nativos con el fuego de la violencia ancestral codificada en la Biblia desde la muerte de Abel por su hermano Caín.
También, dice el autor, que desde la Antigüedad, en Egipto, en las sociedades de las tribus norteamericanas, en los imperios inca y azteca, se practicaba la violencia intrafamiliar, como testimoniaron las investigaciones de arqueólogos que estudiaron los esqueletos de mujeres indígenas y encontraron fracturas en los cráneos y partes del cuerpo como prueba de dicha violencia doméstica, pues las investigaciones versaron sobre períodos donde no hubo guerras en aquellas sociedades.
Para el doctor Romero, en el caso de los taínos de nuestra isla, la violencia más evidente era la de enterrar en la misma tumba, y vivas, a las mujeres del cacique que moría o cuando este, vivo, ofrecía sus esposas a sus huéspedes mujeres para que disfrutaran sexualmente de ellas sin su consentimiento.
De este capítulo 1 deseo resaltar lo siguiente: en la página 117, línea 11 aparece la expresión “violencia de género”. Se trata de un lapsus calami. Debió decir “violencia doméstica o intrafamiliar”. Por una sencilla razón: la Real Academia Española ha normado con razón, y lógica idiomática y biológica, que solamente los sustantivos tienen, gramaticalmente, género. Es decir, que los sustantivos o son del género masculino o son del género femenino.
Pero las personas no tienen género, sino sexo. Por esa razón las autoridades dominicanas que emiten los pasaportes y la cédula de identidad y electoral colocan en una casilla correspondiente del documento la palabra Sexo, y no Género, cuando desean saber la identidad sexual del portador de dicho documento oficial.
El otro punto de vista reside en que las feministas y algunas cientistas sociales afirman que cuando hablan o escriben “violencia de género” o “política de género” les sobra la razón con respecto a lo pautado por la Real Academia en 2011 y que ya antes Henri Meschonnic[7] había, primero que la Corporación de Madrid, afirmado que era un error confundir el sujeto gramatical con la biología sexual. Pese a la claridad del semantismo de la palabra “género” en los diccionarios, la expresión “violencia o política de género” mantiene su confusión, aunque sus defensoras aleguen que la palabra “género” no tiene nada que ver con el sexo, pues el complejo discursivo como violencia puede aplicarse tanto a la mujer como al hombre, dentro o fuera del hogar, lo cual es muy discutible pues hay una relación dialéctica entre lenguaje, discurso e ideología y las palabras no son inocentes, pues vehiculan su propia ideología en el discurso.
No hay convención lingüística en la elección de la palabra “género” en el discurso feminista, como no la hay en la lengua ni en el lenguaje ni en el discurso. Lo que hay es un acuerdo, local o internacional, para adoptar, erradamente, ese término. Se trata de una acción política o histórica (semiótica) expresada discursivamente en una palabra, a la que se le atribuye un núcleo conceptual susceptible de vehicular una ideología que puede incluso perjudicar al propio sujeto femenino que la defiende.
También es un error, por la misma razón, hablar o escribir “política o violencia de género”, en vez de hablar o escribir “política sexual o violencia sexual, doméstica o intrafamiliar”, como titula el Dr. Romero, con esta última expresión, su obra llamada a causar un impacto bienhechor en la sociedad dominicana. ¿Por qué los periodistas, los escritores y el común siguen hablando de violencia de género o política de género? Por incultura y, sobre todo, por una presión o violencia ideológica de parte de los discursos feministas que confunden el género gramatical con la biología sexual. Pero esta confusión desaparecerá poco a poco cuando los intelectuales y los especialistas convenzan a la sociedad de que no le conviene políticamente esa confusión, la cual el libro del Dr. Romero ha comenzado a desbancar.
En el capítulo 2, el punto importante es el rol de los padres en el esquema de la interacción familiar en la sociedad y la cultura, cual es el de, en esa jerarquía de valores, según el Dr. Romero: amar, nutrir, cuidar, proteger y educar a los hijos, aunque todo Estado, dice el autor, “tiene la responsabilidad de facilitar los recursos indispensables para que la familia pueda llenar satisfactoriamente estas funciones [y] (de este modo la familia pueda cumplir adecuadamente con la educación doméstica y el Estado con la educación formal).” (p. 37)
En el capítulo 3, lo importante es un debate filológico acerca de la aparición y evolución de la palabra feminicidio. El vocablo aparece en 1976, según el Dr. Romero, en una antología editada en los Estados Unidos por la Dra. Carol Orlock, y finalmente publicada en 1992 con el título de Femicidio, como contraparte del término homicidio. De modo que el término femicidio apareció rápidamente en México de la mano de la feminista y antropóloga Marcela Lagarde, “quien inició un efectivo movimiento contra el Femicidio en México. Fue posteriormente en un evento feminista celebrado en Chile cuando se decidió que cada país latinoamericano usara el término que más se aviniera con su historia y su cultura, ya fuera femicidio o feminicidio.
El Dr. Romero afirma, con razón, que en nuestro país se eligió socialmente el término feminicidio. Mi explicación como lingüista es la siguiente: Aunque la elección de feminicidio atenta contra la ley lingüística del menor esfuerzo, quienes impusieron socialmente el término no apostaron a esta ley, que casi siempre es la que triunfa, sino a la de eufonía y claridad raigal, pues aunque se pronuncia la sílaba “ni” de más, femicidio no nos deja distinguir la raíz “fem”, que viene del latín culto “fémina” (mujer, pues este vocablo en latín vulgar se dice mulier), muy asentado en la cultura de lengua española con el adjetivo-sustantivo “femenino”, el cual ha sido igualado silábicamente (ley de la igualación vocálica) con la “i” de “femi” más la sílaba sufijal “ni”, la cual se une al otro sufijo culto “cidio” del verbo “occidere”, de origen incierto= (herir en latín y luego, por extensión metafórica, matar el marido a su mujer, muy tardíamente en español, pues el verbo de uso mayoritario para matar, asesinar, en latín era interficere).
De donde feminicidio viene a resultar, por medio de la difusión masiva de la cultura periodística dominicana, más claro semánticamente que femicidio. Y todavía más claro y eufónico que el culto y correcto “uxoricidio”, anticuado y extraño rítmicamente al oído, aunque sinónimo de feminicidio o femicidio. Pero siempre el hombre como matador de su mujer, casados o no, y hoy se designa ambigua y eufemísticamente con el sustantivo pareja). Y feminicidio cumple entonces con las leyes de adaptación y acogida de un neologismo por parte de los usuarios de nuestro idioma español.
NOTA
[7] “Política y biología del sujeto”, en su libro en francés “Politique du rythme. Politique du sujet”. Lagrasse: Verdier, 1995, pp. 274-308, donde critica el término “la sujeta”.