Los Evangelistas Mateo, Marcos y Juan, nos traen la narración de que Jesús camina sobre el agua. La barca donde van los discípulos es sacudida por las olas, mientras Jesús está solo, en la montaña, orando. Dos contrastes, dos acontecimientos, después de haberle dado de comer a cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.
Y es que Jesús vivió su vida entre orar-buscar la voluntad de su Padre Dios y sus acciones proclamando que el Reino de Dios estaba entre nosotros. Cada acontecimiento lo llevaba al Padre y desde el Padre vivía cada acontecimiento. Jesús nos enseñó cómo vivir de cara a Dios. De corazón a Dios.
En el acontecimiento que nos concierne, “caminar sobre las aguas”, la barca tambalea por el fuerte viento, y entrada la noche, esas noches que se dan en nuestras existencias cuando no vemos a Jesús, cuando volteamos la mirada hacia personas o cosas que no son Jesús, por eso viene la oscuridad, los insomnios, agobios, estrés,… Y en medio de la oscuridad y el viento, alguien viene caminando sobre el lago, sin saber quién es, los discípulos se atemorizan, y Jesús los anima, le pide que no tengan miedo. Pedro, el arriesgado, el intespetuoso, sobre quien Jesús funda su Iglesia, le pide que si es el Señor que lo deje ir hacia donde El.
Jesús le invita. Pedro saltó y fue hacia donde Jesús, pero ante el fuerte viento y al fijarse en las olas enfurecidas, sintió miedo y empezó a hundirse. Es lo que también nos sucede a nosotros, a familias a la sociedad, que cuando no vemos hacia Jesús, cuando nos distraemos con algo o alguien y perdemos de vista al Señor Jesús, viene el miedo, temblamos y nos hundimos. Solamente dirigiendo nuestras miradas hacia la persona, hacia el corazón de Jesús podemos ver salvación, esperanza, confianza. De no ser así, vienen las fuertes olas y los fuertes vientos, que muchas veces se nos ofrecen como lloviznas frescas, sin saber que arrastran fuertes tormentas, capaces de hundirnos, de ahogarnos, de asfixiarnos.
Y son muchas las distracciones que la sociedad relativizada nos ofrece. Distracciones que nos apartan del rostro de Jesús, de nuestras familias y muchas veces de trabajos y estudios. Son tentaciones a que vivamos centrados en nosotros mismos, o en productos comerciales, en marcas de comidas, vestidos, zapatos, carros,… que nos invitan a las tres grandes tentaciones de hoy: el poder, el tener y el placer. Y como caemos en esas redes, nos distraemos del rostro, el corazón, la persona de Jesús y de su misión, y por tanto viene el desencanto, la sequedad y perdemos el gusto de vivir a plenitud nuestra existencia.
Y Jesús se aparece en medio de nuestras oscuridades, de los vientos que quieren terminar con nuestras vidas. El es el dueño de los elementos naturales, es el Señor y Dios nuestro, por eso su presencia infunde confianza, paz, nos extiende sus manos para tomar las nuestras. Cuando tememos es porque perdemos esa confianza y nos soltamos de las manos del que todo lo puede y nos hundimos como Pedro. Muchas veces vemos solamente aquellas personas o situaciones que nos invitan a no ver a Jesús, que desvían nuestras miradas del Buen Pastor.
Olvidamos la ternura y misericordia de Jesús, olvidamos la Eucaristía, los demás Sacramentos, el mandamiento del amor. No escuchamos su palabra. Así toda nuestra existencia va perdiendo la razón de ser y de estar. Lo mismo sucede en la sociedad, en la Iglesia…
Miremos toda la persona de Jesús, su magnánimo corazón, y de seguro que las oscuridades y tormentas desaparecen, abrazándonos esa paz alegre y silenciosa que solamente nos puede dar el Crucificado y Resucitado.
Serafín Coste Polanco.