Siempre vivo recordando, y hasta lo he comentado con mis amigos cercanos y familiares, lo que mi papá me dijo en el momento que le expresé que quería estudiar leyes y ser abogado. Estamos hablando que aún estaba cursando el tercero de bachillerato en la secundaria y evoco, como ahora, sus palabras y cito: “Jordi, no estudies la profesión de derecho porque te encontrarás con un gran tigueraje en ella y en muchas ocasiones te amargará la vida, porque ejercer la misma, en un medio social como este, y cuando se la quiere llevar de forma clara, honesta, ética y transparente; son muchos los obstáculos odiosos y mal sanos que encontrarás.” Aquella sentencia la vi, lamentablemente, y por mi tipo de personalidad, que me encantan los retos, como un desafío, quise demostrarle que podía con todo y con eso.
Desde niño he amado ser abogado y, viendo el ejercicio de mi papá y de otros abogados serios y honestos que llevaban su profesión en ese entonces como un sacerdocio, y, muy ligado al ámbito de político y de defensa a los derechos humanos y las libertades públicas, esto me cautivaba aún más; a tal punto, que me terminó apasionando, elemento que aún conservo, aunque sabiendo y reconociendo los valladares emocionales que causa ejercer esta profesión en una sociedad como la que hoy vivimos, que está mucho más descompuesta que cuando recibí ese mensaje de mi padre.
No puedo decir que me sienta frustrado, porque amo lo que hago, sin embargo, mina mucho en tu interior lo que se ha convertido esta profesión, que más bien parece la carrera más buscada y no es precisamente por lo intelectual, sino por lo fácil que resulta salir de algunas universidades, sin mucha preparación, engancharse una toga y un birrete y comenzar a hacer diabluras de todo tipo.
Tengo que reconocer que mi padre tenía toda la razón y fue visionario en cuanto a cuál sería el destino de nuestra profesión en este país: una cualquierización rampante.
El que menos te imaginas se engancha a abogado y abogada, sin tener escrúpulos de ningún tipo sobre la ética, la moral y sin siquiera ser respetuoso de las leyes, los procesos y del derecho de los demás. El decir o mencionar en un ambiente que eres abogado o abogada, es sinónimo hoy día de muchas cosas feas y no necesariamente de que estás acompañado de capacidad, decencia, decoro y dizque auxiliar de la justicia. Esto último dependiendo de la materia; es posible que veamos más bien, a aquellos y aquellas que se llegan a convertir o utilizar el papel más bien de cómplices de las vagabunderías, crímenes o engaños que han provocado sus clientes; terminan por embarrarse de la misma manera.
En esta profesión, de más sinsabores que bienestar, en la forma que hoy se ejerce, puedes encontrarte que tu principal contrario sea tu propio cliente. El primero que comienza a denostarte y tirarte lodo o quien muchas veces termina por regatearte el dinero y hasta no pagarte. Sin tomar en cuenta, que tienes del otro lado al abogado contrario, que si no tiene nobleza ni decencia es el que más intenta acabar con tu trabajo; y no precisamente por la vía de los argumentos, sino de las ofensas.
He aprendido, desde antes comenzar a ejercer, que es una profesión que no puede llevarse con desesperación económica porque puedes tender a caer en realizar de todo con tal de ganar el dinero fácil. Asimismo, he aprendido a que “no todo dinero trae beneficio”, existe aquel que puede envenenar todo para cuanto lo utilices y hasta tu propia alma. Lo que no pueda darte tranquilidad y paz en ti mismo y en el seno de tu hogar, no lo hagas ni te lo ganes; no vale la pena vivir tu vida de sobresalto en sobresalto. Sin embargo, esta última consideración y aprendizaje es lo que más cuesta a los niveles que inician, y algunos o algunas que se desesperan y caen en las garras de la maledicencia. No hay dinero ni nada material que valga y que sacrifique tu honra, decencia y dignidad como persona.
El o la que ejerce la abogacía, debe tener mucha cuenta en todo cuanto hace y vivir cuidando su caminar y trayectoria, porque siempre aparecen “nubarrones” que, disfrazando la envidia, egoísmo, maldad, odio, hipocresía y cuanto sentimiento puede abrigar un corazón atrapado por los mismos; buscará cualquier momento y aprovechará cualquier situación para echar fango sobre tu carrera. Cuesta mucho, y se paga un precio alto, el mantener en esta sociedad que padecemos, y más en este ejercicio del derecho, hacer la cosas de forma correcta y sin “torcerse” ante ningún “buen ofrecimiento”, “favor” o hasta buscando dar una ayuda desinteresada, puedes que encuentres ese “gavilán con sonrisa” que quiera intentar equiparar sus desafueros con tu manera de ejercer y hasta, peor aún, tratar de simularlos con tu recto proceder.
Es una profesión difícil porque el abogado, más que cualquier otro profesional, tiene que lidiar mucho con la actitud, el temperamento y la forma de ser de las personas; y dependerá de quien tengas en frente o como cliente, para saber de qué tipo de argucias, maniobras, indelicadezas y trampas te tendrás que cuidar para evitar que te quiten el sueño o la tranquilidad, aún habiendo actuado acertadamente; tan sólo porque, en este medio, lo más fácil es querer echar a todo el mundo en el mismo saco, lo difícil es resarcir cuando se conoce la verdad.
Lo que más podemos hacer, aparte de cuidarnos y seguir un ejercicio pulcro, es pedirle a Dios que aleje a todo profesional del derecho, decente y honrado, en su vida y ejercicio, de los malos agravios y sentimientos de cualquier leguleyo o enganchado a abogado o abogada que no tiene mejor oficio que el de hacer o amar la maldad, porque es sencillamente incapaz, tanto intelectual como materialmente, de luchar jurídicamente con la verdad; y su torpeza natural le lleva a recurrir a la banalidad, al inmediatismo, al acrecentamiento estéril de su propia figura a través de la calumnia hacia los demás. No deseo finalizar este escrito, y precisamente tratando esta última parte de esa clase de “colegas” que encontramos en el camino, sin antes evocar al considerado, al filósofo y matemático, padre de la Filosofía y maestro de Aristóteles, Tales de Mileto, (hoy Turquía), cuando expresó: "La cosa más difícil es conocernos a nosotros mismos; la más fácil es hablar mal de los demás."
Jordi Veras.