No es la primera vez que me sucede: el hecho cierto de establecer una conexión o relación curiosa e inexplicable con alguien que ni siquiera llegué a conocer. Tal me sucedió con el periodista Reginaldo Atanay (fallecido esta semana), a quien nunca tuve el privilegio ni el honor de conocer a pesar de que por un tiempo -unos tres años- mantuvimos una relación de alumno-maestro de la que me beneficie infinitamente pues a la distancia pude abrevar de sus conocimientos, maestría periodística y de su impecable dominio del español como lengua.
No pocas veces, mis colaboraciones en su portal (Atanay.com), exhibían una correcta concatenación sintética, ortográfica y estructural, porque sus manos diestras y exigentes en el dominio del español intervenían para vestirme y presentarme de gala ante los lectores de su periódico digital (una golondrina-escuela en el mar de portales digitales que pululan en la Red) de exquisito formato y contenido literario sin igual. Me imagino que no era el único de sus colaborares en disfrutar de tanta indulgencia y perfección gratuita tan sólo para corregirnos sin decírnoslos y, al mismo tiempo, cuidar la calidad en la redacción de noticias, artículos y notas que publicaba. Ya me imagino el trabajo de artesano que el maestro realizaba.
No lo niego ni me da vergüenza confesarlo, cada vez que escribía un artículo quería (o mejor dicho, aspiraba) que saliera primero en Atanay.com, para salir mejor vestido y atenuar mis faltas ortográficas; pero el Maestro era exigente y sólo publicaba aquellos de algún valor histórico-político-literario. Así, de alguna forma, se ahorraba -pienso yo- bregar con naderías. Sin embargo, ello (la exigencia del Maestro), me obligaba ha esmerarme y ha disciplinarme -sin mucho éxito- en el arte de escribir correctamente.
Pero su gentileza, humildad y don de gente iban más lejos: cuando buscaba quien presentara mi libro (o garabato) Oficio de loco por su autoridad y trayectoria en el periodismo, le pedí ese honor. De más esta decir que el maestro, gustoso y sin titubeo accedió. Lástima que por la crisis global que azotaba al mercado inmobiliario y que expuso a mucho -entre ellos a él y a mí- ha perder sus casas, tuvo que mudarse a la Florida y no pudo presentar mi libro. Independientemente del azar (de tocarnos la crisis a ambos), su gesto de acceder a presentar mi libro, sin ni siquiera conocerme, me habló de nuevo de un hombre excepcional y bondadoso que quería prestar su nombradía a un simple aprendiz-alumno desconocido.
Por sus escritos -que disfrutaba con fruición- uno podía intuir en Atanay al periodista culto y diestro en el arte de contar y de poner en perspectiva el lado humano y misterioso de los personajes de sus notas. Así fuese desde el ámbito de la política, de la historia, de lo puramente esotérico o, desde la propia crónica periodística salpicada de humor y vivencias. Sin duda, era un maestro del buen periodismo.
Ojalá su esposa -a quien les enviamos nuestras más sentidas condolencias- o alguna editora se animara a publicar sus escritos, pues, en ellos, estoy seguro, palpita la patria, una buena parte de nuestra historia contemporánea, vivencias y trances de nuestra política vernácula; y sin duda alguna, un caudal de técnicas y herramientas periodísticas de indispensables usos para el ejercicio de un oficio (el de periodista) que aunque se transforma espantosamente, cada vez mas se aproxima -como rememorara Juan Luis Cebráin en su libro-guía “Cartas a un joven periodista”- a aquella aserción primaria que indaga sobre “ ¿Qué es ser periodista? Un adagio británico resume semejante destino en el de salir a la calle, ver lo que pasa y contarlo a los demás. O sea, que periodista es cualquier ciudadano que quiere hacer eso y no se necesitan títulos ni honores para llevarlo a cabo…”
Finalmente, Maestro, gracias por su bondad y humildad. De veras, a la distancia, aprendí mucho de usted y del periodismo culto y suelto que nos legó. Descanse en paz!
Autor: Fco. S. Cruz