La infracción limita, asusta, esquilma, daña. Compromete. El proceso penal es indispensable para que la condena o el descargo, contribuyan a la vigencia del Estado de derecho. Los crímenes y delitos contra la cosa pública afectan el erario que no es propiedad de las personas que detentan el poder y tampoco pertenece a los ciudadanos que usan el Estado para crear, mantener y aumentar su riqueza.
El reclamo de sanciones contra funcionarios, acusados de enriquecimiento ilícito, debe ser pancarta permanente, pero jamás debe servir para afianzar la impunidad que protege a personas que no sólo se sirven del gobierno sino que su cotidianidad infractora jamás ha sido pasible de proceso alguno. La jornada tendente a fortalecer el trabajo del Ministerio Público es encomiable, pero no puede ser mampara protectora.
No puede servir de escudo para sectores importantes que irrespetan la ley y menos permitir adeptos con prontuario delictivo que la mayoría olvida o no les interesa conocer, porque el tiempo encubre o la consigna de hoy valida.
El afán ético, luce patético, cuando se aleja de los códigos. Sí, porque desnuda. Voceros con fortunas cobijadas bajo el palio de gobiernos anteriores, fruto de la impunidad se solazan con reclamos que no hicieron antes, cuando otros infractores se libraban del castigo condigno. Ahora es el turno de la corrupción, pero que no se olviden los crímenes y delitos contra las personas, contra la propiedad. Que no se excluyan homicidas, estafadores, contrabandistas, evasores, violadores, traficantes.
Luce que hay sectores solo preocupados por las infracciones contra la cosa pública. Ocurre a veces. La fortaleza de Augusto Pinochet y sus cómplices fue afectada cuando al General, defensor de la patria, le atribuyeron un patrimonio producto del enriquecimiento ilícito. Aquel descarado conculcador de los derechos humanos, satisfecho porque podía disponer de la vida y la libertad de cualquier contradictor, vio comprometido su “prestigio” cuando el monto de su haber espurio apareció en los tabloides del mundo.
40,000 víctimas produjo la dictadura, empero, la sangre no provocaba el rechazo unánime a los milicos ni a su jefe. Sin embargo, catorce años después del inicio de la democracia en Chile, el sector indiferente a las tropelías del régimen, reaccionó. La pacata mitad de la sociedad chilena, esa que justificaba la tortura, la cárcel, el ostracismo, las desapariciones, los asesinatos, le pareció de mal gusto el latrocinio. Su general no podía ser ladrón y comenzó un quieto rechazo. Aunque la inexistencia de una condena, permitió recobrar sitiales, ya no era lo mismo.
Hasta la familia, que jamás se inmutó cuando el mundo gritaba los abusos del general, se mostró compungida porque un grupo dudaba de la honestidad del patriarca cuyo patrimonio atribuyen a “los ahorros de una vida austera.” Aquí, la violencia de la tiranía no permitió atender ni sancionar los efectos del cohecho, de la prevaricación, del desfalco. Trujillo era el dueño del país y punto. El enriquecimiento ilícito fue legal. La sempiterna impunidad que asegura el equilibrio entre pares, permitió, después del atentado, a los cómplices opulentos del jefe, el salvoconducto económico idóneo para que las culpas por complicidad se esfumaran.
También, a taimados opositores de ocasión, les facilitó el lavado necesario, para que gracias al dinero, recuperaran mandos. Desfalcadores redimidos y asesinos beatificados. Antes del 1966, también el erario fue banquete y la comilona incluyó sotanas. Se gestaba la nueva composición social post trujillismo que Balaguer adobaría con miembros nuevos.
La sangre de los 12 años ahogó, en principio, el reclamo contra la corrupción. Después, comenzó el murmullo del latrocinio. Era imposible esconder el bienestar de una crápula ahíta y contenta, gracias al disfrute del dinero público. La campaña de “manos limpias” en el 1982, implicaba la corrupción del régimen anterior. Sucesivos gobiernos, sucesivos desmanes, hasta llegar a las graves imputaciones actuales. Y la preocupación se extiende. Es bueno que permanezca, que siga el ruido, pero que lleguen las nueces.