Estos tres grados de soberbia, van contra uno mismo. Cuando uno se aventura a actuar, dejándose arropar por estas tres actitudes, se pierde completamente el sentido de la escucha, de sumarse a causas justas y nobles, y de sentirse pecador.
Una persona jactanciosa, contrae un hábito de hablar siempre sobre sí mismo, y en cualquier tipo de escenario. Sienten como un hambre desmedida y sed inexplicable de encontrar a alguien que les escuche sus vanidades. Tiene un afán pertinaz por ser conocido, y darse a conocer en lo que es y vale. Que le conozcan sus títulos, amigos y personalidades. Los demás deben enterarse que él es un fenómeno dentro del conglomerado humano, y no pierde ni pie ni pisa.
Aborda todos los temas, y cree saberlo todo. Hablan de temas políticos, de arte y artistas, de deportes, de tecnología, y hasta de los chismes del barrio. Durante la conversación se adelanta a las preguntas; responde incluso a quien no le pregunta. Si propone algo al grupo, él termina resolviéndola.
San Bernardo, nos dice al respecto, que el jactancioso: “previene al que pregunta, y responden al que interroga, no con el fin de edificar al prójimo, sino de satisfacer su vanidad”. No es tanto conversar o discutir el tema para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero eso ni lo pretende. No se trata de enseñarte o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo.
Dado a su mal hábito, le cuesta hablar bien de los otros. Vive centrado en su persona, y no coopera fácilmente con los demás. Su “yo-ismo”, no le permite hablar del “nosotros”.
Cuando ocupa un cargo de relieve, les encantan que le tumben polvo. Se ocultan en el allante y en la apariencia.
Las personas singulares, se sienten exclusivas, únicas y superiores a los demás. Se equipara con la actitud del fariseo frente al publicano: “yo no soy como ese: ladrón, adultero, y pago el diezmo…” (Lc. 18,11).
No se preocupan por ser mejores, sino por parecerlos. No desean vivir mejor, sino aparentar que son mejores. Vive siempre al acecho de sus propios intereses, y es indolente en los asuntos comunes. Como se sienten únicos, si alguien sobresale, él intenta reproducir algo parecido, para decirse, y que digan, que lo hizo mejor. Para sus propósitos personales son diligentes, pero sumarse a las actividades y planes comunitarios, les cuesta.
Les gusta llamar a la atención, en el discurso, si está al lado de gente sencilla; se la luce en el vestir, humillando a los que están a su lado. Por estar enfermo de “delirio de grandeza”, es capaz de aplastar a los que intenten asomarse a sus propósitos ingeniosos. Si descubre que su compañero, hermano de comunidad, o vecino persigue lo mismo que él, se encargará de difamarlo de poco auténtico, pues lo que él hace, es original, y si viene de aquél, lo descalifica.
Finalmente, tenemos la persona caracterizada por la arrogancia. En lo más íntimo de su corazón se siente el más santo y perfecto de todos y de todas. Que tiene en la empresa o en el grupo, más méritos que los demás. Son intocables. No aceptan críticas por saludables que sean, porque ellos no necesitan oír nada de nadie. A la persona arrogante, no se le puede señalar ninguna falta, pues inmediatamente te señalan todas las que tú tienes. Tampoco puedes trasladarlo o destituirlo del puesto que ostentan, pues ahí mismo, te desmoralizan; mucho menos, criticarle las fallas que hay en su ministerio, departamento, o responsabilidades que desempeña, sin antes, insultarte e insinuarte cosas. Vivamos con humildad los dones recibidos, así somos premiados en el cielo.
Felipe de Js. Colón