Julio de la Cruz y Rosemary Jiménez se casaron en Nueva York; el recluso ha cumplido 13 años de la condena por conspiración para distribuir cocaína, entre otros cargos
¿Cuáles valores e ideas pueden cruzar por la mente de una mujer dominicana, residente en Estados Unidos, profesional de la psicología y la economía, madre soltera con un hijo, que no necesita ser mantenida por nadie, para casar con otro dominicano condenado a 20 años por una acusación de complicidad menor en una operación de lavado de activos, durante la cual fue detenido, y que lleva 13 años en prisión de los 20 a que fue condenado por una jueza norteamericana?
De seguro, que, visto el caso así, en vuelo panorámico, hay que no estar en sus cabales para unir su vida a un hombre con el cual no puede tener relaciones íntimas debido a que es un preso federal, al que ella puede acariciar cuando le visita pero que él no puede tocarla, un individuo que se confiesa víctima de un exceso judicial por una condena que excedía lo establecido (nunca ha negado su responsabilidad al caer en el gancho de aceptar un trabajo que fue el origen de toda su desgracia).
Rosemary Jiménez ha casado con Julio de la Cruz como culminación de un encuentro, iniciado como amigos hace muchos años, en Santo Domingo, tras los cuales perdieron contacto por 26 años.
Ella cuenta la historia: “Es un amor desinteresado, simplemente puro, simplemente es. Los presos federales no gozan de visitas conyugales. El matrimonio no se va a consumar hasta que él salga. Soy madre soltera, trabajo para un seguro médico, y estudié psicología y economía”.
Vive en las afueras de la ciudad de Nueva York y tiene la convicción de que es la voluntad de Dios, “afirmado por el cariño con el que Julito le limpió la boca a mi hijo cuando se ensució de ketchup durante la visita a prisión”.
“Cuando los vi juntos vi una familia, sentí que pertenecíamos. Los niños no mienten porque su percepción va mucho más allá que la nuestra. Mi hijo aceptó a Julito como si lo hubiese conocido toda la vida y él lo trató como el padre que mi hijo no posee”, explica.
Detalla que en Santo Domingo visitaba una vecina de Julito que padeció de polio; Larissa Francesca. Julito era muy cariñoso con ella y que compartían sólo como amigos.
“Luego vine a vivir a Nueva York y le preguntaba a nuestros amigos en común si sabían de Julio. Ellos me decían que no sabían nada aun sabiendo donde estaba y qué hacía”, afirma.
En aquella época yo trabajaba tiempo completo y estudiaba tiempo completo. Le informaron que estaba preso.
“Visité Santo Domingo en agosto de 2012, la pregunta surgió de nuevo: ¿cómo me puedo comunicar con Julito? Nuevamente recibí las mismas respuestas. Me acerque a familiares de él en Facebook y nadie me daba luz. Pues bien, no insistí. Siempre he pensado que los planes de Dios son perfectos”, dice con resignación.
Al leer la historia en El Nacional del 5 de enero, firmada por José Rafael Sosa, se interesó en el caso, se indignó y comenzó indagar, tres días más tarde de la publicación de El Nacional, el 8 de enero iniciaron el contacto desde la prisión.
Ella envió la solicitud de visita, aprobada el 18 de enero . El 19 de enero fue la fecha del reencuentro tras 26 años que no se veían. Allí estaban: los ojos pícaros y la sonrisa.