--¡Allí está! ¡Que no escape! --gritó uno de los militares, tenuemente iluminado por los nacientes fulgores de la luna.
El cielo lucía despejado. Del cerúleo que suele primar aquí, nada se veía. El viento navideño, frío y tan cortante como una cuchilla glacial, se colaba por entre la escasa ropa de Enrique Blanco, golpeándole los huesos. Podía percibir claramente el silencio de la noche a ratos. Sin embargo, el resuello y andar atropellado de los esbirros trujillistas que lo perseguían por entre el monte, desafiaban la quietud de la naturaleza emanada. El corazón saltaba desbocado en el pecho revolucionario del 'vacá' Enrique. Amenazaba con estallar. Demasiado tiempo huyendo. Demasiado.
Varias voces distantes respondieron al militar:
¡Nosotros iremos por el otro lado!
Las calles de Pajiza Aldea, o Tamboril, estaban completamente desiertas. La prolongada clandestinidad ya había metido a Enrique en una bipolaridad.
--Esta puta vida no tiene sentido --se dijo de repente, dando forma por primera vez a la idea del suicidio.
Transcurría el año 1936. La dictadura de Trujillo se encontraba en el clímax de su brutalidad. Para entonces cobró creciente fuerza el rumor de que Enrique Blanco, el bravo de Don Pedro, tenía el poder de convertirse en tronco y animal, de desvanecerse como agua a la luz de quienes le perseguían, lo que le confería categoría de 'chichinhuilote', 'aparecido'. De leyenda.
Todos en Pajiza Aldea y aún más allá de este pueblo, murmuraban sobre las acciones del enigmático personaje, desertor del ejército en cuyo prontuario no aparecía mérito alguno. Valiéndose en supuestos poderes sobrenaturales, tenía capacidad de aparecer y desaparecer a su antojo en cualquier lado y a cualquier hora, convertido en los más raros objetos. A eso se ceñían sus 'celebradas' virtudes.
Al calor de la leyenda que se fundó a alrededor del cibaeño, hasta el propio Trujillo volcó su atención en este guardia desertor e irreverente. El "Jefe" en persona dictó aquella orden de captura. La guardia nacional fue desplegada por toda la zona norte, buscando atrapar a Enrique por abandonar el ejército, una de las peores faltas en que podía incurrir un militar, máxime si era un simple recluta.
--Cuando atrapen al pendejo negro ese, quiero que me traigan su cabeza a mi despacho --ordenó Trujillo al coronel Hilario Rodríguez, por entonces uno de sus hombres de mayor confianza en el cuerpo militar.
--Generalísimo, sus órdenes son un sepulcro. En bandeja le serviré lo que pide --respondió el oficial Rodríguez, henchido de orgullo ante una encomienda directa del Jefe.
Ser considerado para ejecutar una orden emitida por el propio Trujillo constituía uno de los mayores tributos que oficial alguno podía recibir en su carrera.
--No se apresure tanto Hilario --respondió "El Jefe" con esa mirada de fuego que a cualquiera desmoralizaba--. Haga lo que tiene que hacer y déjese de hablar mierda antes de tiempo.
Enrique Blanco no podía seguir corriendo. Parecía que sus pulmones fueran a reventar y sus piernas apenas podían sostener la endiablada carrera.
-- ¡Gracias a la luz! --pensó.
Ya estaba en Don Pedro, entre una vieja capilla y un matadero de animales a medio construir, cuando divisó una puerta a la salvación. Se distinguía un callejón vagamente alumbrado por la mortecina luz de la Luna. Se ocultó como pudo en un amplio corral de vacas. Permaneció quieto, agazapado como una rata e invocando al Creador que le permitiera zafarse de aquella pesadilla. Los sonidos de persecución pasaron de largo y lentamente se desbarataron en las silenciosas calles de Pajiza Aldea, casi como un mal sueño. Casi.
Ya Enrique había llegado al hartazgo. Varios meses huyendo le habían robado el aliento. Cierto que, de acuerdo a la leyenda, podía seguir viviendo como animal o convertido en árbol. Pero vaya, cuán triste ¿no?.
La búsqueda continuó toda la noche. Los militares inrrumpían en las humildes casas de Pajiza Aldea, destruyendo enseres, revolviendo todo lo que encontraban a su paso.
--Coño, así como sorprenda a algún campesino dándole amparo a ese animal, le mato a toda la familia --vociferaba el Coronel Rodríguez, comenzando a impacientarse al confimar que su empresa no sería tan trivial como había pensado.
Enrique permanecía parapetado en el corral de vacas. Abatido de cansancio y tirititando de frío, se quedó por fin dormido.
Un sueño extraño se posó en sus sienes. Iba junto a los militares, persiguiéndose a sí mismo. Podía ver con claridad todo lo indignado que estaba por no dar con su propio paradero.
--A un cabrón así hay que vaciarle esta metralleta encima cuando lo encontremos –dijo él mismo.
Algo completamente incomprensible ocurrió entonces. Su sueño se convirtió en realidad. Junto al grupo de militares iba un hombre actuando en armonía con lo que soñaba el rebelde Enrique. El mismo que antes grito ¡allá va!, era el que ahora obraba en sintonía con el sueño del desertor.
--Ese ‘tierra’ no estaba con nosotros antes. ¿A qué compañía pertenecerá? --rumió un oficial que nunca llegó a exteriorizar su inquietud.
Enrique seguía atrapado por el espeso sueño, para nada lograba exorcizar su pesadilla.
--Deja que me atrape. Ya probaré que no soy infalible y que todo es hasta un día --se dijo.
Lo propio repetía el militar, pero hablando en segunda persona.
--Si se cree infalible, se embromó el negro ese –sentenció con virulencia.
Cierto que el sueño de Enrique no se traducía literalmente a las acciones del militar, pero sí se acercaba bastante.
Una floreciente rabia, que subía desde la boca del estómago como un ácido corrosivo, un deseo perentorio por morir y acabar con todo, le proporcionaron a Enrique las energías necesarias para deshacerse de la pesadilla. Cegado por las lágrimas, se incorporó. Sintió los pasos de los militares que ya venían de vuelta. Fue entonces, encontrándose la primera brigada a no más de cien metros, cuando bramó lleno de rabia:
--Aquí estoy, asesinos, vengan. Prueben que tienen material colgante, a que no me matan ustedes.
--Allá está, que no escape --gritó el militar duplicado.
Los rayos de la luna, como si de una providencia se tratara, iluminaron de lleno la cara del militar. Ya no podía ocultarlo más. Era el propio Enrique en persona.
--Pero coño, cuál de los dos es --cuestionó un oficial lleno de espanto.
Una voz fantasmagórica, como avenida de los avernos, dijo:
--Partida de estúpidos. He estado con ustedes toda la noche....
--ja,ja,ja,ja --sonrió. Para evitarles más trabajo yo mismo ejecutaré lo que no han podido, buenos para nada. Ah, y díganle a su comandante, El Chivo, que moriré por mi propia decisión, no porque a ese hijo de puta se le haya antojado.
Sonó un disparo y los dos cuerpos cayeron tendidos. Fue como si dos muertes hubiesen ocurrido simultáneamente. Ambos cuerpos yacían tendidos en el callejón.
Súbitamente, el cuerpo del militar se alzó por los aires y terminó incorporándose al que realmente se dió el disparo. Se trataba de su espíritu. Se trataba de un solo Enrique Blanco...
Tomada de Almomento.net
El cielo lucía despejado. Del cerúleo que suele primar aquí, nada se veía. El viento navideño, frío y tan cortante como una cuchilla glacial, se colaba por entre la escasa ropa de Enrique Blanco, golpeándole los huesos. Podía percibir claramente el silencio de la noche a ratos. Sin embargo, el resuello y andar atropellado de los esbirros trujillistas que lo perseguían por entre el monte, desafiaban la quietud de la naturaleza emanada. El corazón saltaba desbocado en el pecho revolucionario del 'vacá' Enrique. Amenazaba con estallar. Demasiado tiempo huyendo. Demasiado.
Varias voces distantes respondieron al militar:
¡Nosotros iremos por el otro lado!
Las calles de Pajiza Aldea, o Tamboril, estaban completamente desiertas. La prolongada clandestinidad ya había metido a Enrique en una bipolaridad.
--Esta puta vida no tiene sentido --se dijo de repente, dando forma por primera vez a la idea del suicidio.
Transcurría el año 1936. La dictadura de Trujillo se encontraba en el clímax de su brutalidad. Para entonces cobró creciente fuerza el rumor de que Enrique Blanco, el bravo de Don Pedro, tenía el poder de convertirse en tronco y animal, de desvanecerse como agua a la luz de quienes le perseguían, lo que le confería categoría de 'chichinhuilote', 'aparecido'. De leyenda.
Todos en Pajiza Aldea y aún más allá de este pueblo, murmuraban sobre las acciones del enigmático personaje, desertor del ejército en cuyo prontuario no aparecía mérito alguno. Valiéndose en supuestos poderes sobrenaturales, tenía capacidad de aparecer y desaparecer a su antojo en cualquier lado y a cualquier hora, convertido en los más raros objetos. A eso se ceñían sus 'celebradas' virtudes.
Al calor de la leyenda que se fundó a alrededor del cibaeño, hasta el propio Trujillo volcó su atención en este guardia desertor e irreverente. El "Jefe" en persona dictó aquella orden de captura. La guardia nacional fue desplegada por toda la zona norte, buscando atrapar a Enrique por abandonar el ejército, una de las peores faltas en que podía incurrir un militar, máxime si era un simple recluta.
--Cuando atrapen al pendejo negro ese, quiero que me traigan su cabeza a mi despacho --ordenó Trujillo al coronel Hilario Rodríguez, por entonces uno de sus hombres de mayor confianza en el cuerpo militar.
--Generalísimo, sus órdenes son un sepulcro. En bandeja le serviré lo que pide --respondió el oficial Rodríguez, henchido de orgullo ante una encomienda directa del Jefe.
Ser considerado para ejecutar una orden emitida por el propio Trujillo constituía uno de los mayores tributos que oficial alguno podía recibir en su carrera.
--No se apresure tanto Hilario --respondió "El Jefe" con esa mirada de fuego que a cualquiera desmoralizaba--. Haga lo que tiene que hacer y déjese de hablar mierda antes de tiempo.
Enrique Blanco no podía seguir corriendo. Parecía que sus pulmones fueran a reventar y sus piernas apenas podían sostener la endiablada carrera.
-- ¡Gracias a la luz! --pensó.
Ya estaba en Don Pedro, entre una vieja capilla y un matadero de animales a medio construir, cuando divisó una puerta a la salvación. Se distinguía un callejón vagamente alumbrado por la mortecina luz de la Luna. Se ocultó como pudo en un amplio corral de vacas. Permaneció quieto, agazapado como una rata e invocando al Creador que le permitiera zafarse de aquella pesadilla. Los sonidos de persecución pasaron de largo y lentamente se desbarataron en las silenciosas calles de Pajiza Aldea, casi como un mal sueño. Casi.
Ya Enrique había llegado al hartazgo. Varios meses huyendo le habían robado el aliento. Cierto que, de acuerdo a la leyenda, podía seguir viviendo como animal o convertido en árbol. Pero vaya, cuán triste ¿no?.
La búsqueda continuó toda la noche. Los militares inrrumpían en las humildes casas de Pajiza Aldea, destruyendo enseres, revolviendo todo lo que encontraban a su paso.
--Coño, así como sorprenda a algún campesino dándole amparo a ese animal, le mato a toda la familia --vociferaba el Coronel Rodríguez, comenzando a impacientarse al confimar que su empresa no sería tan trivial como había pensado.
Enrique permanecía parapetado en el corral de vacas. Abatido de cansancio y tirititando de frío, se quedó por fin dormido.
Un sueño extraño se posó en sus sienes. Iba junto a los militares, persiguiéndose a sí mismo. Podía ver con claridad todo lo indignado que estaba por no dar con su propio paradero.
--A un cabrón así hay que vaciarle esta metralleta encima cuando lo encontremos –dijo él mismo.
Algo completamente incomprensible ocurrió entonces. Su sueño se convirtió en realidad. Junto al grupo de militares iba un hombre actuando en armonía con lo que soñaba el rebelde Enrique. El mismo que antes grito ¡allá va!, era el que ahora obraba en sintonía con el sueño del desertor.
--Ese ‘tierra’ no estaba con nosotros antes. ¿A qué compañía pertenecerá? --rumió un oficial que nunca llegó a exteriorizar su inquietud.
Enrique seguía atrapado por el espeso sueño, para nada lograba exorcizar su pesadilla.
--Deja que me atrape. Ya probaré que no soy infalible y que todo es hasta un día --se dijo.
Lo propio repetía el militar, pero hablando en segunda persona.
--Si se cree infalible, se embromó el negro ese –sentenció con virulencia.
Cierto que el sueño de Enrique no se traducía literalmente a las acciones del militar, pero sí se acercaba bastante.
Una floreciente rabia, que subía desde la boca del estómago como un ácido corrosivo, un deseo perentorio por morir y acabar con todo, le proporcionaron a Enrique las energías necesarias para deshacerse de la pesadilla. Cegado por las lágrimas, se incorporó. Sintió los pasos de los militares que ya venían de vuelta. Fue entonces, encontrándose la primera brigada a no más de cien metros, cuando bramó lleno de rabia:
--Aquí estoy, asesinos, vengan. Prueben que tienen material colgante, a que no me matan ustedes.
--Allá está, que no escape --gritó el militar duplicado.
Los rayos de la luna, como si de una providencia se tratara, iluminaron de lleno la cara del militar. Ya no podía ocultarlo más. Era el propio Enrique en persona.
--Pero coño, cuál de los dos es --cuestionó un oficial lleno de espanto.
Una voz fantasmagórica, como avenida de los avernos, dijo:
--Partida de estúpidos. He estado con ustedes toda la noche....
--ja,ja,ja,ja --sonrió. Para evitarles más trabajo yo mismo ejecutaré lo que no han podido, buenos para nada. Ah, y díganle a su comandante, El Chivo, que moriré por mi propia decisión, no porque a ese hijo de puta se le haya antojado.
Sonó un disparo y los dos cuerpos cayeron tendidos. Fue como si dos muertes hubiesen ocurrido simultáneamente. Ambos cuerpos yacían tendidos en el callejón.
Súbitamente, el cuerpo del militar se alzó por los aires y terminó incorporándose al que realmente se dió el disparo. Se trataba de su espíritu. Se trataba de un solo Enrique Blanco...
Tomada de Almomento.net