El sueño que Pedro Henríquez Ureña tuvo en el alba de uno de los días de 1946 curiosamente no constaba de imágenes sino de pausadas palabras.
La voz que las decía no era la suya pero se parecía a la suya. El tono, pese a las posibilidades patéticas que el tema permitía, era impersonal y común.
Durante el sueño, que fue breve, Pedro sabía que estaba durmiendo en su cuarto y que su mujer estaba a su lado. En la oscuridad del sueño, la voz le dijo: Hará unas cuantas noches, en una esquina de la calle Córdoba, discutiste con Borges la invocación del anóni¬mo sevillano Oh Muerte, ven callada / como sueles venir en la saeta. Sospecharon que era el eco deliberado de algún texto latino, ya que esas traslaciones correspondían a los hábitos de la época, del todo ajena a nuestro concepto del plagio, sin duda menos literario que comercial.
Lo que no sospecharon, lo que no podían sospechar, es que el diálogo era profético. Dentro de unas horas, te apresurarás por el último andén de Constitución, para tu clase en la Universidad de La Plata.
Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla.
Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras.
No le contestarás, porque estarás muerto. Ya te habrás despedido para siempre de tu mujer y de tus hijas.
No recordarás este sueño porque tu olvido es necesario para que se cumplan los hechos.
De El otro de los tigres (1960)
lunes, 11 de noviembre de 2013
Así murió Pedro H. Ureña
4:32 p. m.
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