Primero fue el ángel y su saludo inquietante: ñalégrate, María, llena de
gracia, el Señor es contigoñ. Pero su propuesta cambió todos mis planes
elaborados pausadamente al calor de la oración. Planes conversados despacio con
José con mis manos entre las suyas y mirándonos a los ojos.
El Dios Altísimo irrumpió en mi vida, y el Mesías en mis entrañas, luego del “sí” mayor que diría en toda mi vida.
Luego fue la conversación con José. ¿Cómo explicarle que ese hijo que no era de él era obra del Espíritu Santo? Jamás me sentí tan falta de palabras, y sin embargo otra Palabra se abrió paso a través de las pobres mías y sentí que Alguien más le hablaba a José en su corazón y en sus sueños, alterados súbitamente para siempre.
Y luego, ya en paz, dueños de una dicha y del secreto mayor en la historia del mundo, ¡qué digo dueños! Más bien poseídos por la dicha de aquel secreto que nos ponía a sonreír con solo mirarnos, cómplices y socios de la historia del Mesías con su pueblo. Aquella alegría nacida de la lealtad de Dios, le quitaba la fatiga a todos los trabajos y se escapaba de nuestra humilde casita de Nazaret como una buena noticia compartida por los vecinos.
Vino Marta, siempre atenta a todo lo que se movía en su entorno. Nos trajo en un hatillo, la ropita que había usado su Eleazar, ahora un chiquillo de 4 años, sabio y travieso como un gorrión.
Por una ventana, Elías nos alcanzó unos paticos de madera para que un día el niño jugara. Cada vecino, como pudo, se unió a la espera de Jesús como si fuera un hijo propio.
Ilusionados como estábamos, a José se le pasaba la hora de la cena puliendo las maderas de una cuna bellísima digna de un rey. Y a mí me daban las tantas de la noche, cabeceando como un junco, medio dormida cociendo pañales, mediecitas, colchas y hasta un gorrito, pues nuestro Jesús nacería en invierno.
José, siempre previsor y alerta, había ido reparando todos los agujeros de nuestra casa por donde el viento se colaba silbando como si fuera otro travieso Eleazar buscando a quién morder.
Faltaban semanas, y ya todo estaba preparado y listo hasta el último detalle. Salomé, la comadrona, reclutada. Los haces de leña para hervir agua, apilados al lado de la olla grande prestada por Josué y Tamara; todas las goteras del techo, tapadas y los corazones de José y el mío abiertos de par en par, como si nuestra espera fuera grande como el mundo.
Y en eso cayó sobre nosotros el edicto de Augusto, el emperador de Roma. Cada familia debía registrarse en su localidad de origen. ¡Teníamos que viajar hacia Belén en este otoño con colmillos de invierno!
Caminábamos. José llevaba a la espalda unos panes, un queso y algunas ropas y yo a su lado con mi esperanza y todos mis preparativos rotos. Atrás quedaba la cuna, los jugueticos. Con cada paso nos alejábamos de Salomé, la comadrona y el apoyo de vecinos y conocidos.
Caminábamos de noche, pues José decía que para mí era mejor. Otros pensaban igual. Éramos un grupo de galileos, peregrinando furtivos en la noche, escuchando ladridos de perros distantes y quejas de lechuzas asustadas.
Un desconocido se bajó de su burro, y José me subió. Yo protestaba. El dueño solo me respondió: ñel Mesías está para llegar, sabe Dios y ya va montado contigo en mi burroñ. El chiste gustó en la caravana. Desde entonces, me tienen de relajo, y cuando me acercan la bota con el agua, se ríen al alcanzármela afirmando solemnes y burlones: ¡Agua para el Mesías y su madre!
En este mismo camino que hacemos junto a estos pobres galileos como nosotros, siguiendo un mandato de la Roma abusadora; en este camino en que compartimos la penas, la lluvia, el calor de la jornada y el frío de las noches al descampado, el agua, el pan y pedacitos de queso, en este camino, aunque solo lo sepamos José y yo, va el Mesías. Es el mismo camino de siempre para ir de Nazaret a Belén, pero todo ha cambiado al sentir dentro de mí que ¡Dios va con nosotros!
Mirando las estrellas, a veces me sentía como Sara junto a su Abraham, otras, me creía una de esas mujeres, caminando de prisa y resueltas, la noche de la salida de Egipto. Caminábamos hacia lo desconocido, sin ninguna seguridad ni preparación, pero caminando de noche de Nazaret a Belén había ido descubriendo que para recibir al niño, no hacían falta ni seguridades ni preparativos, bastaba un sí sincero dicho con el corazón.
Para reflexionar, compartir y tal vez orar.
1. ¿Por qué María habla de un cambio de planes, luego del anuncio del ángel?
2. ¿Puedes ver cómo Jesús es buena noticia desde antes de nacer?
3. ¿Qué dejó atrás María?
4. ¿Qué aprendió en el camino a Belén?
5. La Navidad es algo que la gente planifica mucho, ¿cómo fue la primera Navidad, ésa que celebramos los cristianos?
6. ¿Qué te ha enseñado este cuento?
* Este cuento forma parte del librito “Por aquí se va a Belén”, publicación a beneficio de Fe y Alegría y del Centro Bellarmino (Santiago de los Caballeros).
P. Manuel P. Maza Miquel S.j. (*)
El Dios Altísimo irrumpió en mi vida, y el Mesías en mis entrañas, luego del “sí” mayor que diría en toda mi vida.
Luego fue la conversación con José. ¿Cómo explicarle que ese hijo que no era de él era obra del Espíritu Santo? Jamás me sentí tan falta de palabras, y sin embargo otra Palabra se abrió paso a través de las pobres mías y sentí que Alguien más le hablaba a José en su corazón y en sus sueños, alterados súbitamente para siempre.
Y luego, ya en paz, dueños de una dicha y del secreto mayor en la historia del mundo, ¡qué digo dueños! Más bien poseídos por la dicha de aquel secreto que nos ponía a sonreír con solo mirarnos, cómplices y socios de la historia del Mesías con su pueblo. Aquella alegría nacida de la lealtad de Dios, le quitaba la fatiga a todos los trabajos y se escapaba de nuestra humilde casita de Nazaret como una buena noticia compartida por los vecinos.
Vino Marta, siempre atenta a todo lo que se movía en su entorno. Nos trajo en un hatillo, la ropita que había usado su Eleazar, ahora un chiquillo de 4 años, sabio y travieso como un gorrión.
Por una ventana, Elías nos alcanzó unos paticos de madera para que un día el niño jugara. Cada vecino, como pudo, se unió a la espera de Jesús como si fuera un hijo propio.
Ilusionados como estábamos, a José se le pasaba la hora de la cena puliendo las maderas de una cuna bellísima digna de un rey. Y a mí me daban las tantas de la noche, cabeceando como un junco, medio dormida cociendo pañales, mediecitas, colchas y hasta un gorrito, pues nuestro Jesús nacería en invierno.
José, siempre previsor y alerta, había ido reparando todos los agujeros de nuestra casa por donde el viento se colaba silbando como si fuera otro travieso Eleazar buscando a quién morder.
Faltaban semanas, y ya todo estaba preparado y listo hasta el último detalle. Salomé, la comadrona, reclutada. Los haces de leña para hervir agua, apilados al lado de la olla grande prestada por Josué y Tamara; todas las goteras del techo, tapadas y los corazones de José y el mío abiertos de par en par, como si nuestra espera fuera grande como el mundo.
Y en eso cayó sobre nosotros el edicto de Augusto, el emperador de Roma. Cada familia debía registrarse en su localidad de origen. ¡Teníamos que viajar hacia Belén en este otoño con colmillos de invierno!
Caminábamos. José llevaba a la espalda unos panes, un queso y algunas ropas y yo a su lado con mi esperanza y todos mis preparativos rotos. Atrás quedaba la cuna, los jugueticos. Con cada paso nos alejábamos de Salomé, la comadrona y el apoyo de vecinos y conocidos.
Caminábamos de noche, pues José decía que para mí era mejor. Otros pensaban igual. Éramos un grupo de galileos, peregrinando furtivos en la noche, escuchando ladridos de perros distantes y quejas de lechuzas asustadas.
Un desconocido se bajó de su burro, y José me subió. Yo protestaba. El dueño solo me respondió: ñel Mesías está para llegar, sabe Dios y ya va montado contigo en mi burroñ. El chiste gustó en la caravana. Desde entonces, me tienen de relajo, y cuando me acercan la bota con el agua, se ríen al alcanzármela afirmando solemnes y burlones: ¡Agua para el Mesías y su madre!
En este mismo camino que hacemos junto a estos pobres galileos como nosotros, siguiendo un mandato de la Roma abusadora; en este camino en que compartimos la penas, la lluvia, el calor de la jornada y el frío de las noches al descampado, el agua, el pan y pedacitos de queso, en este camino, aunque solo lo sepamos José y yo, va el Mesías. Es el mismo camino de siempre para ir de Nazaret a Belén, pero todo ha cambiado al sentir dentro de mí que ¡Dios va con nosotros!
Mirando las estrellas, a veces me sentía como Sara junto a su Abraham, otras, me creía una de esas mujeres, caminando de prisa y resueltas, la noche de la salida de Egipto. Caminábamos hacia lo desconocido, sin ninguna seguridad ni preparación, pero caminando de noche de Nazaret a Belén había ido descubriendo que para recibir al niño, no hacían falta ni seguridades ni preparativos, bastaba un sí sincero dicho con el corazón.
Para reflexionar, compartir y tal vez orar.
1. ¿Por qué María habla de un cambio de planes, luego del anuncio del ángel?
2. ¿Puedes ver cómo Jesús es buena noticia desde antes de nacer?
3. ¿Qué dejó atrás María?
4. ¿Qué aprendió en el camino a Belén?
5. La Navidad es algo que la gente planifica mucho, ¿cómo fue la primera Navidad, ésa que celebramos los cristianos?
6. ¿Qué te ha enseñado este cuento?
* Este cuento forma parte del librito “Por aquí se va a Belén”, publicación a beneficio de Fe y Alegría y del Centro Bellarmino (Santiago de los Caballeros).
P. Manuel P. Maza Miquel S.j. (*)