La paternidad es un don, pero como tal conmina a la responsabilidad. La concepción de un hijo exige nuevas actitudes ante la propia vida y la que ha sido puesta en brazos de sus padres, teniendo en cuenta que no les pertenece, que la patria potestad que la naturaleza y el Estado les reconoce no son un simple derecho sino un deber a cumplir. Tales derechos no se limitan a los contenidos en la Carta Universal de los derechos humanos sino a aquellos otros que nos trae consignados la Sagrada Escritura.
(Juan Ávila Estrada/Aleteia/InfoCatólica) «Ciertamente si algún hombre no provee para los que son suyos, y especialmente para los que son miembros de su casa, ha repudiado la fe y es peor que una persona sin fe». (1Tim. 5,8). «Y esas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes» (Dt. 6, 6-7).
No sólo el Estado exigirá el cumplimiento de las responsabilidades que los padres tienen sino que además el mismo Dios pedirá cuenta a éstos para que respondan ante Él por el don que les ha otorgado.
No es fácil educar, sobre todo si se tiene en cuenta que todo lo que la familia inculca en casa quiere ser arrebatado por el mundo mediante las propuestas destructivas que hace permanentemente disfrazadas de comodidad y de placer.
Llega un instante de la vida en que como padre de familia experimentarás la limitación que tus hijos van imponiendo a tu autoridad sobre ellos y de qué manera sienten que cada enseñanza se convierte en lo que ellos creen es una limitación a su autonomía y libertad.
La desesperación aparece y la desazón embarga el corazón de quienes ven inermes cómo sus hijos van pisoteando todo aquello que se les inculcó con tanto esfuerzo para empezar a vivir su vida de una manera muchas veces contraria a los principios cristianos.
¿Qué hacer?, se preguntan muchos. Aparecen entonces de cuando en cuando ante nosotros para pedir un poco de oración por el díscolo que se aleja cada vez más de Dios. «Usted está más cerca de Dios, Él le escucha más fácilmente que a mí». Antes estas peticiones hechas de esta manera suelo responder que la oración la puedo hacer, pero que la oración de una madre o de un padre es irremplazable a los ojos de Dios.
Todo padre y madre de familia son verdaderos sacerdotes de su hogar; están llamados a ofrecer sacrificios por sus hijos y por sí mismos delante del Señor por su conversión y su salvación.
Dios nunca desoirá la oración de una madre afligida que clama al cielo por la conversión de los de su casa. Esta oración tiene todo el poder de transformar y de estremecer el infierno por la fe de aquella que de rodillas ante el Señor le ofrece un culto reverente y de adoración obediente.
Las familias de hoy necesitan más padres que arropen a sus hijos mediante la oración. Mientras son pequeños se dejan conducir y escuchan atentamente lo que ellos les enseñan, pero la adolescencia y la juventud otorgan cierto sentimiento de invencibilidad que les hace creer que nada ni nadie les hará daño pero sobre todo que están capacitados para sortear y vencer el mal. Lo que no saben es que el mal nunca aparece con rostro verdadero sino con rostro atractivo de bien, de bondad, de altruismo y de «amigos» que sólo quieren ayudar a volar.
Madres-padres intercesores que permanentemente sepan que la oración no es sólo para pedir salud (considerado el más preciado de todos los bienes, cosa que no es verdad) sino también para pedir sabiduría, como Salomón, para conducir a los de su casa al puerto seguro de la eternidad ante Dios.
Necesitamos madres-padres que confíen en el poder que tiene su oración como la de María en las bodas de Caná y se reúnan con otras para que se ayuden en esta tarea de interceder por su parentela.
No cesa la responsabilidad de la paternidad con la mayoría de edad de sus hijos pues el límite no es entregarlos al mundo siendo buenos ciudadanos, sino hijos salvos por el amor de Jesús. ¿«De qué le sirve a una persona ganar el mundo si pierde su propia alma»?.
Dobla rodillas delante del Creador, clama al cielo para que sea arrebatada por tu obediencia la bendición para todos los de tu casa, recuerda que puedes ser para los tuyos un instrumento de salvación o de condenación.
Eres sacerdote de tu hogar y debes ejercerlo con la autoridad que el Señor te ha dado para ello. El Señor te escuchará. Allí donde los consejos no son escuchados por un hijo obcecado, la oración que hagas por él es tu recurso principal en la fe.