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lunes, 26 de marzo de 2012

Papi, tu hija no cayó porque tiene un hermano

Por Edwin Paniagua

“papi, tu hija no cayó porque tiene un hermano” me explicó Rafael Elías (mi hijo de 9 años), refiriéndose a su acertada intervención, en un momento en que su hermana Gabrielle Marie (de 10 meses) intentaba caminar y perdió el equilibrio. Dicha anécdota no requiere comentario.

La Real Academia utiliza múltiples acepciones para dicho término y, en todas, resalta la condición de semejante y estrechamente vinculado. En el sentido bíblico se refiere a los parientes, a los miembros de una misma tribu, a los integrantes de un mismo clan, correligionarios (de la misma religión), a las personas que tienen un mismo oficio… Quien tiene un hermano cuenta con un semejante.

Es paradójico, pero el ser humano tiene la capacidad de ignorar lo fundamental hasta el punto de convertirlo en el antónimo: a lo largo de la historia, en cualquier ámbito, los hermanos se han levantado el uno contra el otro. Caín y Abel, Rómulo y Remo, Juan I (de Inglaterra) y Ricardo Corazón de León, Isabel de Castilla (la Católica) y Enrique IV y podríamos continuar hasta el infinito. En la actualidad, por ejemplo, basta el caso de las diferencias públicas entre el presidente de Ecuador y su hermano.

Por el otro lado, personas como “il Poverello” San Francisco de Asís, encontraron semejanza casi con todo. En su corazón, cabía todo lo creado: el Hermano Universal. Llamó “hermana” hasta la muerte. La hermandad implica identidad. El otro: mi prójimo, mi próximo. La fe es un camino largo e impredecible, pero quien tiene un hermano jamás se caerá, porque el viaje lo hacemos juntos y cuidando los unos de los otros. Ya lo apuntó veinte siglos atrás, San Juan en su primera carta: “Queridos hermanos, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios. Todo aquel que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. Se le atribuye a Arquímedes la sentencia: “Dénme un punto de apoyo y moveré la Tierra”. Somos co-responsables de los demás.

“La mayor enfermedad de nuestro tiempo - decía la Madre Teresa - es la falta de amor”. Amemos a nuestros hermanos con palabras y con hechos.