El sábado pasado murió D. Antonin Scalia, juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, hijo de inmigrantes sicilianos, católico y padre de nueve hijos, uno de ellos sacerdote. La noticia ha pasado sin pena ni gloria por la mayoría de los medios de lengua española, pero tiene una gran relevancia. A diferencia de lo que sucede en España, en Norteamérica, el puesto de miembro del Tribunal Supremo (equivalente a grandes rasgos a nuestro Tribunal Constitucional) es importantísimo, porque es vitalicio. En ese sentido, los jueces del Tribunal Supremo estadounidense pueden constituir un verdadero tercer poder judicial estable, que haga de contrapeso al ejecutivo y al legislativo.
El fallecimiento inesperado del juez Scalia ha revolucionado el escenario político norteamericano, porque deja una vacante que el Presidente Obama intentará llenar (si el Senado le deja), cambiando por completo la orientación del Tribunal Supremopara muchos años. De hecho, la BBC escribió que la muerte de Scalia “podría definir el destino político de los Estados Unidos".
Es de suponer que, si el Presidente Obama consiguiera nombrar a un nuevo juez para el Tribunal, su candidato ideal sería alguien opuesto en todos los sentidos a Scalia. El juez Antonin Scalia era, en efecto, el principal defensor de la cordura, el sentido común y la independencia judicial en un Tribunal Supremo politizado y convertido en una herramienta al servicio de la reingeniería social.
Para entender su trayectoria judicial, habría que hablar de suferrea oposición a lo que se ha llamado el “activismo judicial”, es decir, la perniciosa nueva costumbre de los jueces de ir más allá de las leyes y crear de la nada nuevos “valores” y “principios” que les permiten, de hecho, legislar a su antojo sin ningún tipo de mandato para ello. Así es como, en Estados Unidos, los jueces introdujeron y blindaron el aborto al margen y en contra de las leyes del país en el famoso caso Roe vs. Wade, inventando un supuesto “derecho constitucional a la privacidad” que, por supuesto, no existe en la constitución norteamericana. Este activismo judicial, utilizado en muchas ocasiones posteriormente, muestra la determinación de introducir en el mundo occidental una nueva moral cueste lo que cueste: si lo aprueban los ciudadanos, muy bien, y si no lo aprueban, se eligen jueces que prescindan de la voluntad de los ciudadanos y el resultado final es el mismo.
También convendría mencionar su refrescante costumbre de llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos. Recientemente, cuando uno de los jueces “católicos” del Tribunal, el juez Kennedy, votó a favor de admitir los matrimonios del mismo sexo, Scalia calificó la confusísima justificación que Kennedy dio de su voto como “aforismos místicos propios de una galleta de la fortuna".
Analizar todo eso y mucho más que se podría decir sobre la labor del juez Antonin Scalia sería fascinante, pero creo que basta con una frase que pronunció hace tiempo y que, a mi juicio, resume perfectamente no sólo su propia vida, sino lo que se ha dado en llamar la cuestión de los católicos en la vida pública:
“Los cristianos sinceros están destinados a ser considerados tontos en la sociedad moderna. Somos tontos por Cristo. Debemos rezar y pedir valentía para soportar el desprecio del mundo sofisticado".Antonin Scalia
Casi unánimemente, nuestros políticos, jueces y gobernantes “católicos” (y, desgraciadamente, buena parte de nuestros teólogos, obispos y cardenales) quieren ser considerados sabios con la sabiduría de este mundo. Desean aplausos, guiños y palmadas en la espalda, quieren salir en los periódicos y ser invitados a recepciones, conferencias y actos importantes. Nada temen más que ser llamados “radicales", “ultracatólicos", “antiguos", “pasados de moda", “intransigentes” y otra serie de epítetos que deberían ser más bien timbres de gloria. Si fueran sinceros, reconocerían que su modelo e ideal es Talleyrand y que no hay nada que les asuste más que ser “tontos por Cristo” (1Co 4,10), no sea que vayan a parecerse a otros “tontos” como San Pablo, San Atanasio, San Ambrosio, Santo Tomás Beckett o Santo Tomás Moro.
Hay que reconocer que, con contadísimas excepciones, un cristianismo sincero supone hoy una condena de muerte inmediata y sin apelación para cualquier carrera política o judicial, de manera que no es extraño que apenas haya verdaderos políticos y jueces católicos (y que, generalmente, los que lo son terminen expulsados o condenados). Resulta, pues, especialmente trágica la pérdida de un gran juez católico, que se mantuvo en la brecha contra viento y marea, combatiendo a los que quieren inhumanizar nuestra sociedad.
Descanse en paz. Que Dios perdone sus pecados y recompense sus virtudes, que al paraíso le lleven los ángeles, a su llegada le reciban los mártires y pueda entrar en la ciudad santa, Jerusalén.