Desde el lunes 12 al domingo 18 de este mes de noviembre se estará celebrando en Moca la VIII Feria Regional del Libro. Un evento que agrupa todo el quehacer literario y cultural de la Región del Cibao. Es un buen escenario para celebrar nuestra identidad y tener contacto con el objeto que mejor nos conecta con la trascendencia, el libro. Por eso hoy comparto uno de los primeros artículos publicados en esta columna que este mes ya cumple dos años.
Rumbo al mediodía de un día del medio, me encaminaba al área común de una importante plaza comercial en la ciudad de Santo Domingo, cuando de pronto, al entrar al espacio abierto, lleno de mesas para comensales, me siento un extraño, quizás hasta un tonto, pues era el único entre un universo de cientos de consumidores, con un libro en las manos.
Hace algún tiempo le doy seguimiento especial al tema de la lectura en nuestro país. En las aulas universitarias, entre jóvenes de diecisiete y veinte y tantos años, me atrevo a preguntar sobre quiénes han tenido la oportunidad de leer algo más de diez libros en su vida. La media anda por el cincuenta por ciento. Hasta el momento en que determino la excepción, es decir aquellos leídos como requisito de una materia, entre los cuales incluimos los Cuentos del Exilio, antes, durante y después, del Profesor Juan Bosch, La Sangre de Tulio M. Cestero o los del mejicano Carlos Cuauhtémoc Sánchez. En este caso quedamos con uno o dos alumnos orgullosos de mostrar una caterva de títulos, casi siempre relacionados a temas de superación personal.
Otro escenario donde evalúo la situación, es el de los grupos de amigos. Aquí suelo preguntar qué tipo de lectura hace la gente. Confieso con pena, lo desconcertante de algunas respuestas, incluidas de profesionales cuyo oficio es el manejo de la palabra. Hablo de profesores, comunicadores y hasta ¨escritores¨. Ha dejado de llover en Las Maniguas y las ideas alzaron el vuelo. No necesitamos conceptos, sino cantos, aunque no digan nada.
Antes, cuando la educación superior era un privilegio, aun quienes sólo aprendieron a leer (lo digo por experiencias cercanas), buscaban la manera de tener un libro en las manos. Hoy el acceso a las universidades es relativamente fácil, pero nadie quiere tomarse el tiempo de abrir un ejemplar aun sea de ¨Lorenzo y Pepita”.
Leer es algo más que una actividad placentera, es un viaje hacia el conocimiento, una inspiradora manera de conocer universos insondables, penetrar mundos insospechados de sabiduría. Leer es encaminarse por el laberinto de los misterios y descubrir qué tan fácil es descifrarlos. Leer es, aunque para muchos sea lo contrario, una fabulosa manera de vivir, de estar atento al mundo y sus consecuencias. Leer es buscar y revelar, desvelar las glorias de las miserias sin espantos.
Leer por tanto, sin importar cuánto. Leer en la terraza, el baño, en las salas de espera, en el transporte interurbano, en las galerías vecinas y las nuestras, en el patio de la suegra y el colmadón de la esquina. Sobre todo para que no haya excusas, para saber los porcientos del Quijote y los amores de Florentino Ariza y Fermina Daza en el tiempo del cólera. Para saber de dónde viene el planeta que nos acecha en la madrugada con su ojo de luz. Para conocer simplemente, por qué llueve tanto en el solar de la esquina. Y no tener que sentirse uno de pronto un extraterrestre en una plaza, huérfano de palabras o de cantos de sabiduría. Para que nadie me responda, ¡vaya manera de asomar tiene la ignorancia! que un libro en aquel lugar es como un plato de arroz en una biblioteca.
Por Benjamín García.