Dudo mucho que cuando la gente pregunte por Felipe Calderón, luego que deje el poder, digan que fue el “presidente del empleo”, como prometió en la campaña electoral del 2006. Lo que la gente va a decir es que Calderón fue el presidente de los muertos. Muchos muertos.
¿Cuántos? Imposible de contabilizar con absoluta exactitud. Basados en cifras del gobierno, los medios de comunicación hablamos de aproximadamente 65,000 muertos en el sexenio calderonista. Pero son más. La revista Proceso publicó una investigación independiente que calculó 88,361 muertos de diciembre del 2006 a marzo de este año. Y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía contó un total de 95,000 hasta el quinto de los seis años de gobierno de Calderón.
Cualquiera que sea la cifra correcta, es inaceptable. No se puede llamar exitosa ninguna estrategia contra el narcotráfico, en ningún país del mundo, que deja más de 65,000 muertos. Los muertos describen un gigantesco fracaso, incompetencia y hasta simple tontería.
¿Nadie pensó que algo iba mal cuando pasaron de mil muertos? ¿Qué tal cuando pasaron de 10,000 o 20,000 asesinatos?
El presidente no corrigió el rumbo. Por el contrario siguió con la estrategia equivocada y el número de muertos continuó creciendo. Por eso son los muertos de Calderón. Y por eso a su partido, el PAN, le fue tan mal en la pasada elección. Fue, en parte, un voto de castigo.
Su gobierno insiste en que muchos de los muertos son delincuentes. Cierto. Pero muchos no lo son. Si los 65,000 muertos hubieran sido en su mayoría narcotraficantes y criminales, no quedarían delincuentes en México. La realidad es que no hay ninguna familia mexicana que no haya sido tocada por un asesinato, un secuestro, un robo o el miedo. Los mexicanos perdieron sus calles y lugares públicos. Y perdieron también la ya poca esperanza de que la policía y las autoridades pudieran protegerlos. La impunidad impera. El 98.5 por ciento de los delitos en México quedan impunes según un estudio del Tecnológico de Monterrey. Por eso las víctimas tampoco denuncian los actos delictivos. ¿Para qué?
Aquí no estoy dudando de la valentía de Calderón al enfrentar a los narcotraficantes. Desde luego que se necesita mucho valor para pelear contra los peores criminales mexicanos, armados con pistolas y rifles norteamericanos, y dispuestos a enviar su mercancía a cualquier costo al insaciable mercado de drogas en Estados Unidos. Lo que estoy cuestionando aquí es la inteligencia de escoger una estrategia que solo genera mexicanos muertos y que no ha reducido ni producción, ni tráfico ni consumo de drogas. Esta es la guerra de Calderón, y es su responsabilidad. La lanzó contra los cárteles sin la preparación adecuada y sin establecer objetivos medibles. En esta forma es similar a otra guerra fallida: la que el Presidente George W. Bush declaró contra Irak en 2003, que también causó las muertes de muchos miles de civiles.
El gobierno de Calderón nunca consideró que esta era una guerra perdida desde antes de empezar. En México hay narcotraficantes porque en Estados Unidos hay consumidores de drogas. Veintidos millones de norteamericanos han usado drogas recientemente, según el Instituto Nacional del Abuso de Drogas. Colorado y el estado de Washington acaban de autorizar el uso recreativo de la marihuana y otros 16 permiten ya su uso medicinal. Basta ver cualquier película de Hollywood para percatarse que el uso de drogas está absolutamente generalizado en la sociedad norteamericana. Detener su consumo no es una prioridad de sus políticos.
Esto es lo que Calderón no vio o no quiso ver. Mientras los mexicanos se están matando entre sí en una narco-guerra sin un objetivo concreto, los norteamericanos hacen cada vez más fácil el consumo de drogas.
Desde luego que no estoy abogando por una negociación con los carteles de la droga. Tampoco hay que permitirles que controlen nuestras calles, nuestros negocios y nuestro sistema político. Pero lo que Calderón ha hecho hasta el momento no ha funcionado.
Una nueva estrategia antinarcóticos requiere la integración de todas las policías del país bajo un solo mando y la creación de un cuerpo élite; la liberación de ciudades, carreteras y lugares públicos de manos de los narcotraficantes; pegarle a los narcos donde más les duele, es decir, en su dinero, confiscando cuentas, ganancias y propiedades; reducir los niveles de violencia con tácticas de hipervigilancia y creatividad; y sobre todo, entender que México es un lugar de paso de drogas hacia el norte. Nada más y nada menos.
Calderón se va pero nos deja muchos cementerios. Y una fallida estrategia antidroga que costará mucho desmontar y reemplazar. Pero lo peor de todo es esa terrible sensación de haber sido engañados. Calderón nunca fue claro en la campaña electoral del 2006 sobre su estrategia contra los narcos y ahora nos deja un país ensangrentado y desmoralizado. De haber sabido, muchos no hubieran votado por él.
No, no lo recordaremos como el presidente del empleo. Calderón siempre será recordado como el presidente de los muertos.
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