Saber que otras personas están de acuerdo con nuestra forma de pensar, nos acomoda. Cuántas veces señalamos de forma negativa a nuestros semejantes, dejamos de dar pasos cruciales para nuestro bienestar o de expresar la palabra en el momento indicado por la absurda costumbre de asumir. Es parte de la idiosincrasia humana tirar el resorte y al mismo tiempo provocar que nos rebote.
Hace poco presencié una escena que marcó mi conciencia. Un niño acompañado de su madre no dejaba de saltar, gritar y molestar; episodio que se desarrolló en medio de una actividad protocolar, donde todos debíamos estar en actitud de respeto. Aquel niño fue el centro de atención, pues no dejaba de lanzar papelitos, repartir codazos y hacer piruetas.
Todos los que estábamos cerca de él teníamos una conversación a través de nuestras miradas, donde tratábamos de cuestionar y acusar a la madre por ser tan negligente y no tener el carácter necesario para corregir a su hijo e incluso sacarlo de allí. Fueron apenas unos minutos y sin embargo parecía que llevábamos horas soportando aquello que nos sacó de concentración; ciertamente perdimos el hilo del tema que nos reunió en aquel lugar.
Mi mente había empezado a interrogar una madre irresponsable que no sabe dar buenos modales a su hijo, que a lo mejor no le dedica tiempo, o que es una persona sin oficio que utiliza a su pequeño para llamar la atención; pensé que también ese niño estaba falta de una buena lección, que estaba siendo muy mal criado y que merecía castigo. Por un instante incluso lo relacioné con la falta de amor que podría estar reinando en su casa. Sin embargo, ninguno de los que estábamos allí presentes sabíamos que esa no era más que una reacción producida por el estrés que le causaba un hecho trascendental en su vida apenas hacía unas horas, la muerte de su padre.
Los niños son como esponjas que lo absorben todo, y nadie sabe lo que puede estar pasando por una mente tan vulnerable. Al enterarnos minutos después nos invadió la vergüenza, un sentimiento de culpa por mal juzgar la actitud desequilibrada de un inocente que sólo trataba de canalizar sus emociones encontradas. Apenas con cinco años de edad había perdido un ser tan querido; sobre todo, porque luego supimos la gran calidad humana, el amor y admiración que su padre inspiraba en él.
No creamos que lo sabemos todo, dejemos de sacar conclusiones a la ligera. Muchas veces, sin darnos cuenta, dejamos de brindar una sonrisa solidaria, perdemos la humidad, la bondad y la caridad para con nuestros semejantes; en resumen, podemos caer fácilmente en el pecado. Ese es el gran peligro de asumir.
Dejemos de apretar el puño y protejámonos con la vestimenta del verdadero cristiano, aquel que aplica de forma genuina el amor y disfruta de esos breves instantes que dejan huellas.
Thanmy Suárez