Con la Navidad casi encima, la Iglesia nos centra en lo esencial. La Navidad
es asunto de salvación, y la verdadera salvación transforma las dimensiones más
profundas y personales de nuestro ser. Solo nos salva aquello que nos cambia
personalmente, y nos pone a desear con vterdad la voluntad del Señor.
En el Antiguo Testamento, los sacerdotes judíos y el pueblo le entregaban
a Dios muchas ofrendas. Pero Dios rechazaba todo eso.
La Carta a los Hebreos (10, 5- 10) lo explica magistralmente: “No quieres
ni aceptas sacrificios, ni ofrendas… que se ofrecen según la Ley. Entonces yo
dije… -- Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad—“.
Lo que nos salva, no es que Jesús le entregara esto o lo otro a Dios, nos
salva que Jesús se entregó a sí mismo personalmente al proyecto de Dios, de
crear un pueblo fraternal de hijos de Dios. Nos salva la entrega personal de
Jesús en la radicalidad de su existencia frágil y amenazada. Cambiamos
personalmente cuando otra persona se nos entrega.
Vamos a celebrar que el Hijo de Dios nació en Belén para vivir una vida
como la nuestra y anunciar la Buena Noticia del amor gratuito de Dios, que
destruye las trampas y construye la fraternidad. Naciendo en Belén, ¡Jesús dijo:
-- aquí estoy--! Vino personalmente para cambiar nuestras personas.
El Evangelio (Lucas 1, 39-45) nos presenta a María caminando de prisa
hacia la casa de su prima Isabel, anciana estéril y ahora embarazada. María se
acerca a esa prima en dificultad para decirle: ¡aquí estoy! Con su persona,
María fortalece a Isabel
Ahora en Navidad, cada uno de nosotros tiene que decir personalmente:
¡Aquí estoy! En la familia, en tu parroquia, ante esa familia pobre, en nombre
del Señor y del tuyo propio: ¡Aquí estoy!
domingo, 23 de diciembre de 2012
Belén, donde el Señor dijo: ¡Aquí estoy!
9:44 p. m.
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