Unos días antes del cónclave de marzo de 2013, aquel que convertiría a Jorge Mario Bergoglio en el papa Francisco, un famoso vaticanista afirmaba que bastarían cuatro años de Pontificado de Bergoglio para cambiarlo todo. Y parece que tenía razón. Hace tres años que Francisco usa gestos simbólicos, genera procesos e involucra a personas para lograr un cambio cultural irreversible que quiere renovar la Iglesia y el mundo.
Un hombre común y sin privilegios: esa imagen de papa quiso mostrar desde el primer día, cuando, por ejemplo, acudió personalmente, ya como papa, a pagar la cuenta del albergue eclesiástico en que se alojaba antes del cónclave: ni el Papa, ni nadie, debe sentirse privilegiado. Al vivir permanentemente en Santa Marta (un hotel de tres estrellas dentro del Vaticano) se asegura estar accesible a las personas y también conocer los problemas de primera mano. Esa imagen de hombre simple y cercano es una opción personal, pero a su vez pedagógica, ya que le muestra a la clase dirigente (especialmente a la de la Iglesia) la importancia de una austeridad ejemplar en el ejercicio del liderazgo.
En la cultura de la eficiencia y de la utilidad excesivas del mundo contemporáneo, él apuesta fuertemente a destacar la dignidad infinita de cada ser humano, y lo muestra con expresiones de cariño, abrazos, sonrisas y el mucho tiempo que dedica para estar personalmente con las personas, especialmente los enfermos y los ancianos.
Un papa de las periferias, que cree que la realidad se entiende mejor desde allí. Por eso siempre opta por estar lo más cerca que pueda de las realidades marginales y del dolor. En Río de Janeiro visitó una favela; en Italia, su primer viaje fue a Lampedusa (epicentro de la crisis inmigratoria europea); del resto de Europa sólo ha visitado Bosnia-Herzegovina y Albania (con excepción del breve viaje a Estrasburgo para hablar ante el Parlamento Europeo), y siempre se muestra cerca de los necesitados en gestos y en acciones concretas.
La geopolítica de la periferia del papa Francisco parece ser un significativo aporte al difícil momento de la historia que nos toca vivir y quizás sea en el futuro la clave más importante con la que se recordará al Pontificado de Bergoglio. Sin duda, aquí hay mucho para estudiar y trabajar. Su opción prioritaria es tender puentes. Así lo hizo entre Roma y Moscú, entre Cuba y Estados Unidos, entre Israel y Palestina, entre Oriente y Occidente… sabiendo que para que la unidad prevalezca sobre las divisiones es necesario “situarse ante el conflicto, es decir, aceptar sufrir el conflicto, para luego resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso”, como dice él mismo en el número 227 de Evangelii Gaudium.
También es una clave de este Pontificado el llamado de conciencia ante “la grave crisis ecológica del mundo”, como así también la propuesta de volver a las raíces del humanismo cristiano para enfrentar la crisis europea y occidental.
En términos religiosos, ha hecho opciones profundas tendientes a generar mayor trasparencia en la Iglesia, y su propuesta de predicar la centralidad de la misericordia y la bondad de Dios que ama al ser humano marca también un modo de anuncio y trabajo evangelizador para toda la Iglesia.
Se podría hablar mucho más de estos tres años y analizarlo todo con mayor profundidad. Pero también para los argentinos ha sido un camino intenso y lleno de desafíos que debemos mirar. Desde el estupor y la emoción inicial que experimentamos (todos recordamos qué estábamos haciendo en el momento de la elección del papa Bergoglio y qué nos pasó al enterarnos) hasta las incomprensiones de las últimas semanas, los argentinos estamos aprendiendo a asumir y vivir con madurez social que uno de nosotros sea el primer gran líder global del siglo XXI.
Creo que hay dos tentaciones que nos amenazan y que debemos superar para vivir con serenidad el acontecimiento del Papa argentino. La primera tentación es la de pensar que el Papa está permanentemente pensando y obrando según repercuta en la realidad interna nacional. Este ombliguismo nos hace perder perspectiva de la acción transformadora que pretende realizar el Papa argentino en la Iglesia, en la cultura contemporánea y en la realidad global. Las acciones y los gestos del Papa trascienden en mucho nuestras locales problemáticas coyunturales y además muchas veces nos llegan interpretadas con algún matiz que puede beneficiar a algún sector en conflictividad interna. Esto exige una opción hermenéutica más seria de los gestos del Papa, que siempre se deben poner en contextos mucho más amplios de los que en general se leen.
La otra tentación es la de esperar permanentemente (y hasta depender de) la bendición papal a personas, acciones y movimientos; y su contracara es enojarse o rebelarse cuando esa bendición o no llega o se interpreta que no llega. Sin lugar a dudas, Jorge Bergoglio tiene todas las chances de llegar a ser el argentino más importante de la historia universal, pero sigue siendo un hombre como todos los demás. Si bien el rol del Papa en la fe católica es el de conducir a la Iglesia con su enseñanza y su gobierno pastoral, en términos políticos o sociales, es una voz más. En su imprescindible discurso a los movimientos populares en Bolivia, el Papa ha dicho: “No esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones a los problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta”. Así de claro. Así de sencillo. Madurar como sociedad es permitirle al argentino que hoy es el Papa de los católicos que piense como le parezca. Si cada uno está seguro de sus opciones y sus opiniones, entonces no necesita que el Papa ni nadie piensen como él. Enojarse con el Papa cuando se entiende (acertadamente o no) que opina distinto habla de una inmadurez que se debe superar. Un pueblo maduro debe enorgullecerse de un hijo devenido en gran líder global del tiempo presente, pero no necesita depender de la aprobación de ese hijo sobre todo lo que haga o diga.
Creo que los argentinos debemos disfrutar del Papa, pero a la vez independizarnos emocionalmente de sus pretendidas opiniones sobre la realidad nacional, que llegan generalmente mediadas por hermenéuticas interesadas. Será la mejor manera de madurar para disfrutar de este tiempo que nos toca convivir con el argentino más importante de la historia.
Por: Fabián Báez