«¡La trata de personas es una actividad innoble, una vergüenza para nuestras sociedades que se llaman civilizadas! Los explotadores y los clientes, en todos los ámbitos, deben hacer un serio examen de conciencia ante sí mismos y ante Dios», advirtió el papa Francisco al hablar a los participantes en la Sesión Plenaria del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes reunidos en Roma para discutir del tema «La solicitud pastoral de la Iglesia en el contexto de las migraciones forzadas»
La asamblea coincide con la publicación del documento «Acoger a Cristo en los refugiados y las personas desplazadas por la fuerza», que llama la atención sobre los millones de refugiados, desplazados y apátridas, y aborda también el flagelo de la trata de personas, que afecta cada vez más a los niños sobre los que se ceban las peores formas de explotación, incluida la de ser reclutados en los conflictos armados.
«La Iglesia -exclamó- renueva hoy su firme llamamiento para que sean siempre tuteladas la dignidad y la centralidad de cada persona, en el respeto de los derechos fundamentales..., unos derechos que por sí mismos necesitan ser ampliados allí donde no se reconocen a millones de hombres y mujeres en todos los continentes. En un mundo donde se habla mucho de derechos. ¡cuántas veces, en realidad la dignidad humana es pisoteada!. En un mundo donde se habla tanto de derechos parece que el único que los tenga sea el dinero... Vivimos en un mundo, en una cultura donde impera el fetichismo del dinero».
En este contexto, el Papa recordó que el dicasterio responsable de la pastoral de los Emigrantes e Itinerantes se preocupa mucho por «las situaciones en las que la familia de las naciones está llamada a intervenir en un espíritu de solidaridad fraterna, con programas de protección, a menudo con el telón de fondo de acontecimientos dramáticos que tocan, casi todos los días, las vidas de muchas personas. Les expreso mi aprecio y mi gratitud, y os aliento a continuar en el camino de servicio a los hermanos pobres y marginados».
La atención de la Iglesia, que es «madre» se manifiesta «con especial ternura y cercanía a quien se ve obligado a huir de su país y vive entre la erradicación y la integración. Esta tensión destruye a las personas. La compasión cristiana - este «sufrir con- pasión» - se expresa ante todo en el compromiso de conocer los eventos que empujan a dejar por fuerza la patria, y donde sea necesario, a dar voz a los que no pueden hacer oír el grito de dolor y de la opresión». «En este sentido -dijo a los participantes en la asamblea- llevan cabo una tarea importante, también a la hora de sensibilizar a las comunidades cristianas hacia tantos hermanos marcados por heridas que jalonan su existencia: la violencia, el abuso de poder, la distancia de la familia, eventos traumáticos, la fuga de sus hogares, la incertidumbre sobre el futuro en el campo de refugiados. Son elementos que deshumanizan y tienen que empujar a cada cristiano y a toda la comunidad a una atención concreta».
No obstante, el Santo Padre invitó a todos a vislumbrar en los ojos de los refugiados y las personas erradicadas por fuerza también «la luz de la esperanza. Una esperanza que se expresa en las expectativas para el futuro, el deseo de relaciones de amistad, de participar en la sociedad de acogida, en particular mediante el aprendizaje del idioma, el acceso al empleo y la educación para los niños. Admiro la valentía de los que esperan reanudar paulatinamente la vida normal, esperando que la alegría y el amor vuelven a alegrar su existencia. ¡Todos podemos y debemos alimentar esa esperanza!»
Por último, el Papa hizo un llamamiento a los gobernantes y legisladores y a toda la comunidad internacional para que hagan frente a la realidad de las personas desarraigadas por la fuerza «con iniciativas eficaces y nuevos enfoques para proteger su dignidad, mejorar su calidad de vida y enfrentar los desafíos que surgen de formas modernas de persecución, opresión y esclavitud. Se trata, insisto, de seres humanos, que apelan a la solidaridad y el apoyo, que necesitan acciones urgentes, pero también y sobre todo comprensión y bondad. Su condición no puede dejarnos indiferentes».
«Y nosotros, como Iglesia recordemos que curando las heridas de los refugiados, de los prófugos, de las víctimas de la trata, ponemos en práctica el mandamiento del amor que Jesús nos ha dejado, cuando se identificó con el extranjero, con quien sufre, con todas las víctimas inocentes de la violencia y la explotación... Y aquí también me gustaría llamar la atención que todo pastor y comunidad cristiana debe tener para el camino de fe de los refugiados cristianos y arrancados por fuerza de su realidad, así como para los emigrantes cristianos. Requieren una atención pastoral especial que respete sus tradiciones y les acompañe en una integración armoniosa en la realidad eclesial en la que viven. No olvidéis la carne de Cristo, que está en la carne de los refugiados; su carne es la de Cristo», concluyó.