Anoche participé en el homenaje que la parroquia de San Juan Bosco, de Jaén, dedicó al salesiano don Juan Manuel Mateos Vicente, con motivo de las bodas de oro de su ordenación sacerdotal.
Fue un acto sencillo, emotivo, técnicamente perfecto con las nuevas tecnologías de expresión informática, y con la familiaridad propia de la comunidad salesiana cuando se reúne ante un motivo tan esencial.
Intervine durante pocos minutos sobre un asunto esencial: la presencia de los religiosos a lo largo de mi vida sacerdotal.
Narré cómo siendo niño tuve un confesor claretiano, miembro de la comunidad de los hijos del Inmaculada Corazón de María, existente, por entonces, en el convento de la Merced de Jaén, quien colocó una buena cimentación en el descubrimiento de mi vocación a ser cura.
Seguí contando la huella dejada por la Compañía de Jesús a lo largo de mis años de Seminario y de estancia en la Facultad de Teología de Granada.
Conté cómo, antes de mi ordenación de cura, jugó un papel esencial la comunidad religiosa de Oblatos de María Inmaculada, que, por entonces, regían la parroquia de San Pedro Pascual de la ciudad del Santo Reino. Uno de ellos fue mi maestro de ceremonias en mi Primera Misa, y me enseñó los ritos para celebrar dignamente los sacramentos a impartir a la comunidad cristiana.
Llegué a mi buen amigo Juan Manuel, el homenajeado, quien en los últimos diez años de mi vida ha sido y es un referente clave para mi vida personal y sacerdotal. Describí cómo me abrió sus brazos en un momento en que perdí todo quedándome en la calle en términos reales físicos y espirituales. Fue un amigo sacerdote valiente que me defendió a capa y espada y sus consejos fueron el bálsamo clave para superar las heridas sufridas en aquella situación tan calamitosa que entonces atravesé como una larga noche oscura, hasta que el amanecer de la Resurrección de Cristo me sacó y salvó para el servicio continuado a la Iglesia del Señor.
En el acto, Juan Manuel, no esperaba que yo hablara con tanta sinceridad y le agradeciera ante los feligreses congregados todos los lazos que me brindó hasta superar aquella mala hora personal. Un fraternal abrazo entre ambos acabó aquellas palabras mías.
La comunidad parroquial regaló varios obsequios de recuerdo a un excelente sacerdote y pastor, quien a sus 79 años, y sus limitaciones en la vista, es capaz de celebrar la Eucaristía, aprendiéndose de memoria las lecturas y las oraciones del ritual del día. Todo un ejemplar pastor que vive lo que se aprende y expresa lo que la fe en el Señor le sugiere y comunica en la oración y la reflexión.
Desde aquí, dejo constancia pública y publicada, de la existencia de este excelente sacerdote salesiano, amigo, pastor y cura de pies a cabeza, a quien como alumno de su excelente vida sacerdotal le estaré eternamente agradecido así en la tierra como en el cielo.
¡Felicidades, Juan Manuel, que sigamos contando contigo muchos años, amigo¡.
Por Tomás de la Torre Lendínez.