Cuentan de un barco que viajaba por los mares del Sur y que naufragó durante una fuerte tormenta. Tan sólo dos de sus hombres se salvaron, nadando hasta una pequeña isla desierta, sin gente y sin árboles.
Sin nadie a quien recurrir más que a Dios, acordaron que no tenían otro remedio que orar. Para saber cuál de los dos oraba con mayor poder, dividieron la isla en dos, permaneciendo en lados opuestos.
Primero oraron por comida. Al día siguiente, el primer hombre vio un árbol cargado de frutos en su lado de la tierra. La del otro hombre pareció como si fuera estéril.
La siguiente semana, el primer hombre oró por una compañera. Pocas horas después naufragaba otro barco, nadando su única sobreviviente hasta su lado. En la otra parte, nada de nada.
Luego el primer hombre oró por casa, ropa, más alimentos. Como por arte de magia, ahí tenía todo lo que había pedido, mientras el segundo hombre seguía sin nada.
Finalmente, el primer hombre oró por un barco en el que su mujer y él pudieran salir de la isla. Al amanecer, encontró un barco atracado en su lado, el cual abordaron, decidiendo dejar abandonado al otro. A su juicio, aquel hombre había sido indigno de recibir la bendición de Dios, ya que sus oraciones no habían sido contestadas.
Justo al momento de zarpar, el primer hombre oyó que desde el cielo una potente voz le preguntaba por qué iba a abandonarlo, contestándole que sus bendiciones eran sólo de él, ya que las oraciones de aquel no habían sido contestadas, por lo que no merecía nada.
--¡Cuán equivocado estás!--le reprendió la voz--. Tu compañero todo el tiempo tan sólo tuvo una misma oración, y de no haber sido por él, tú no habrías recibido ninguna de mis bendiciones.
--Dime—preguntó el hombre-- ¿cuál fue su oración, para que tenga yo que deberle algo?
--El oró para que tus oraciones fueran escuchadas.
Por lo que sabemos, nuestras bendiciones no son el fruto de tan sólo nuestras oraciones, sino asimismo de las de otro, intercediendo por nosotros. En el Antiguo Testamento, durante el caminar del pueblo de Dios por el desierto, el gran intercesor fue Moisés. No dejen de leer un pequeño ejemplo de su trabajo en Éxodo 32,7-14.
Llega luego Jesús enviado por Dios, muriendo en la Cruz mientras pedía al Padre que nos perdonara –“¡Padre, perdónalos que no saben lo que hacen!”—y por quienes vino al mundo para interceder ante el Padre y lograr nuestra salvación.
¿Qué habría sido del pueblo de Israel y qué sería de nosotros sin personas como Moisés, que incesantemente oran a Dios para que derrame su amor y su misericordia sobre nosotros, sobre todo cuando nos encontramos lejos de él?
Dentro de tu oración personal acostúmbrate a orar por la conversión de los pecadores. Si todos hacemos esto, dado que todos somos pecadores, estaremos orando unos por otros.
No nos olvidemos de decir: Señor, en tu infinito amor, acuérdate sobre todo de los que hoy estarán más necesitados de tu misericordia.
Bendiciones y paz.
domingo, 5 de mayo de 2013
Los sobrevivientes del naufragio
4:34 p. m.
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