Después de una tragedia, los psicólogos recomiendan que hablemos con nuestros hijos y les digamos que están seguros. Que eso que ocurrió no les va a pasar a ellos y que nosotros los vamos a proteger. El problema con ese mensaje es que no es cierto.
Estoy seguro de que los padres de Martin Richard, el niño de 8 años que, junto con otras dos personas, murió cuando dos terroristas denotaron sendas bombas cerca de la meta final del Maratón de Boston, le habían dicho que no debía tener miedo cuando ocurrieran tragedias como la matanza en la escuela primaria de Newtown, Connecticut; que aquello que había visto u oído en televisión nunca le iba a suceder a él.
La tarde del lunes 15 de abril, Martin, su hermana Jane, de 7 años, su madre y su padre fueron a mirar el maratón. Alrededor de las 2:30 pm, la familia fue a comprar helados. Cuando regresaron a la línea de meta, unos 20 minutos después, en medio de la multitud detonó un rudimentario explosivo hecho en una olla de presión. El caos se desató y la familia trató de alejarse de esa zona. Después explotó la segunda bomba, que fue la que mató a Martin. Su hermana y su madre resultaron gravemente heridas.
Poco después de que se había identificado a las víctimas, circuló una fotografía de Martin en Internet. En sus manos aparece un cartel: “No lastimemos más a la gente. Paz”. Lo hizo en su escuela, con el dibujo de dos corazones rojos, después de no sé qué tragedia. Pero esa foto se ha convertido en el doloroso símbolo de la masacre de Boston.
Es imposible no filosofar un poco. Cuando ocurren cosas así nos sentimos muy vulnerables porque, la verdad, la familia Richard pudo haber sido la familia Ramos o la tuya. Los actos de terrorismo tienen, precisamente, esa característica: afectar a civiles que no tienen nada que ver con una causa política.
No se me ocurre nada que los padres de Martin podrían haber hecho para salvar su vida. Nada. Pero apenas dos días después de que ocurrieron los bombazos en Boston, el Senado de Estados Unidos tuvo la oportunidad de salvar la vida de miles de niños y adolescentes, y decidió no hacerlo.
Cuarenta y seis senadores rechazaron una propuesta de ley que habría obligado a revisar los antecedentes penales de todas las personas que compran un arma. Eso evitó que se consiguieran los 60 votos necesarios para una nueva ley. La propuesta de prohibir rifles similares a los usados en las guerras de Irak y Afganistán nunca tuvo apoyo. Tampoco la de reducir la cantidad de balas que se usan en los cargadores.
Lo que esto significa es que nada ha cambiado en Estados Unidos desde que en diciembre fueron asesinados 20 niños y seis educadores en una escuela de Newtown. Hoy sigue siendo tan fácil y legal el conseguir el mismo tipo de armas como las que causaron esa matanza.
Parte del problema, es cierto, es la enorme influencia que ejerce la Asociación Nacional del Rifle. Pocos políticos se atreven a ir en su contra. Eso significaría enfrentarse a campañas multimillonarias en la próxima elección.
Pero el fondo del problema es mucho más complicado. Los estadounidenses, sencillamente, no están dispuestos a sacrificar sus armas por una vida más segura. La segunda enmienda de la constitución – que permite la compra y el uso de armas – es parte del ADN de la sociedad norteamericana y ninguna tragedia parece ser capaz de cambiar esa tradición de siglos.
Después de la masacre en Newtown – que pudo haber sido evitada o limitada con leyes más estrictas – muchos políticos aseguraban que Estados Unidos había cambiado, que había (por fin) recibido el mensaje y que pronto habría nuevas leyes contra el uso de armas. Lo mismo escuché después de las matanzas en la preparatoria de Columbine, Colorado, en 1999, en el Tecnológico de Virginia en 2007, y en Aurora, Colorado, el año pasado. Pero nada pasó entonces y nada ha pasado ahora.
Hay vidas que quizás no se pueden salvar, como la de Martin en Boston. Hay otras que sí se podrían haber salvado, como la de los 20 niños de la escuela en Newtown. El Senado tenía en sus manos la posibilidad de cambiar las cosas y poner a salvo la vida de miles de niños. Pero no lo hicieron y eso tiene graves consecuencias.
Es triste decirlo así pero muy pronto otra matanza va a ocurrir en Estados Unidos. Lo más grave de todo es que se tratará de una masacre que el Senado pudo haber evitado.
Llevo 30 años viviendo en Estados Unidos y, sin duda, es un país de extraordinarias libertades. Pero una de las cosas que nunca he logrado entender es lo poco dispuestos que están los norteamericanos a controlar las armas que los están matando.
El razonamiento es incomprensible: Sí, estas armas nos están matando pero no vamos a hacer nada al respecto. Punto. Por eso, aquí, nadie está seguro. Los actos terroristas de Boston nos quedarán grabados para siempre.
Pero son las armas que el Senado no quiso sacar de la calle las que terminarán matando a mucha más gente.
(¿Tiene algun comentario o pregunta para Jorge Ramos? Envie un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com. Por favor incluya su nombre, ciudad y país.)
jueves, 25 de abril de 2013
Cuando nadie está seguro
4:48 p. m.
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