Si alguien aspira al cargo de obispo, no hay duda de que ambiciona algo muy eminente.
Es necesario, pues, que el obispo sea irreprochable, casado una sola vez, casto, dueño de sí, de buenos modales, que acoja fácilmente en su casa y con capacidad para enseñar.
No debe ser bebedor ni peleador, sino indulgente, amigo de la paz y desprendido del dinero.
Que sepa gobernar su propia casa y mantener a sus hijos obedientes y bien criados.
Pues si no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo podrá guiar a la asamblea de Dios?
No se debe escoger a un recién convertido, no sea que el cargo se le suba a la cabeza y el diablo lo haga caer.
Es necesario también que goce de buena fama ante los que no pertenecen a la Iglesia, para que no hablen mal de él y caiga en las redes del diablo.
Los diáconos también han de ser respetables y de una sola palabra, moderados en el uso del vino; que no busquen dinero mal ganado, y
que guarden el misterio de la fe con una conciencia limpia.
Primero sean sometidos a prueba y después, si no hubiera nada que reprocharles, sean aceptados como diáconos.
Las mujeres igualmente sean respetables, no chismosas, sino serias y dignas de confianza.
Los diáconos sean casados una sola vez y gobiernen bien a sus hijos y su propia casa.
Los que cumplan bien su oficio se ganarán un lugar de honor, llegando a ser hombres firmes en la fe cristiana.
martes, 15 de septiembre de 2009
La Lectura del Dia.
7:05 a. m.
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