El loco de aquel pueblo del Lejano Oriente hacía cosas disparatadas: sembraba árboles aún sabiendo que nunca vería sus frutos. Para sus compueblanos era un iluso, un inútil, un vago, un retrasado. Total, qué ganaba si nadie le daba un centavo por sus esfuerzos. Un día, el Sultán cabalgaba por allí, conociendo hasta el más recóndito rincón de su reino. Al encontrarse con el enigmático personaje, al que llamaban el Loco, le preguntó: --¿Qué haces, buen hombre? El anciano respondió: --Sembrando árboles, Su Señoría. --Pero, total, ya estás viejo y cansado. Con toda seguridad no verás el árbol cuando crezca. ¿Para qué sigues sembrando? - Señor, otros sembraron y he comido. Es tiempo de que yo siembre para que otros coman. El Sultán, admirado de su sabiduría y humildad, le dijo: -No verás los frutos, y continúas sembrando. Te regalaré unas monedas de oro por esa gran lección. El sembrador respondió: -Ves, Señor, como ya mi semilla ha dado fruto: aún no acabo de sembrarla y ya estoy cosechando. Aún más, si alguna persona se volviera loca como yo y se dedicara a sembrar sin esperar nada a cambio, para mí ese sería el más maravilloso de todos los frutos de mi trabajo. El Sultán le miró asombrado diciéndole: -¡Cuánta sabiduría y amor hay en ti, cuánta humildad! Ojalá hubiera más gente como tú en este mundo. Con tan sólo unos cuantos, el mundo sería otro, mas nuestros ojos, tapados con los velos de nuestro ego, de nuestros condicionamientos, propios de nuestra condición de humanos, nos impiden ver la grandeza de seres como tú llamándoles locos. Y ahora me retiraré, porque si sigo conversando contigo, terminaré por darte todos mis tesoros, aunque sé que los emplearías bien, tal vez mejor que yo. ¡Qué Dios te bendiga! Y fue así como el sultán partió junto con su séquito, y el humilde viejo siguió sembrando semillas y no se supo de su fin. No se supo si terminó muerto y olvidado por ahí en algún cerro, satisfecho de haber cumplido el deber que se había impuesto, la que llamaron la misión de un Loco al que el Sultán llamó sabio y humilde. ¿Y qué es la humildad? La humildad, afirma San Josemaría Escrivá, nos empuja a que llevemos a cabo grandes labores, porque los humildes, añade San Juan Crisóstomo, siempre son los instrumentos de Dios. Y es que no hay camino más excelente que el del amor, pero por él, nos dice San Agustín, tan sólo pueden transitar los humildes. Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad, como cuando nos invita a aprender de Él, que es manso y humilde de corazón. Son muchos los locos que se requieren para irradiar su luz, para que sean guías, que sean faros en este mundo tan material y a la vez tan hambriento y sediento de testimonios de vida que señalen el camino a seguir. Se requiere de una persona muy noble que plante una semilla y permita que nazca un árbol que algún día proveerá sombra a aquellos que tal vez nunca conozca. Dar sin esperar. Y tú, ¿qué siembras? Bendiciones y paz. Juan Rafael -Johnny- Pacheco.