En tiempos muy antiguos, vivía en la India un ermitaño que había desarrollado portentosos poderes psíquicos, gracias a disciplinas y austeridades, pero no había logrado debilitar su arrogante ego. Y como la muerte no perdona a nadie, cierto día Yama, --el Señor de la Muerte en la mitología hindú--, envió uno de sus emisarios a que atrapase al ermitaño y lo condujese a su reino. El anciano pudo darse cuenta de las intenciones del visitante, y experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya. Cuando el emisario llegó pudo contemplar, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales, siéndole imposible detectar el verdadero, por lo que no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Regresó junto a Yama y le contó lo sucedido. El poderoso Señor de la Muerte dio a su agente algunas instrucciones de gran precisión, quien sonrió satisfecho, poniéndose de inmediato en marcha. De nuevo, con su tercer ojo altamente desarrollado, el eremita intuyó que se aproximaba el emisario. En segundos reprodujo el mismo truco anterior. El emisario se encontró con cuarenta formas iguales. Siguiendo las instrucciones de Yama exclamó: --Muy bien, muy bien, pero, indudablemente, hay un pequeño fallo. Entonces el anciano ermitaño, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar: --¿Cuál? Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del eremita y conducirlo sin demora a las tenebrosas mansiones de Yama. Otra historia parecida nos cuenta que un muchacho, enviado al campo por su papá para ver si el trigo estaba ya a punto de ser segado, regresó y le dijo: - La cosecha será muy pobre, padre mío. - ¿Por qué? - le preguntó éste. - Porque he notado que la mayor parte de las espigas están dobladas hacia abajo, como desmayadas, seguramente no valen nada. - ¡Mi hijo! Las espigas que vistes dobladas lo están por el peso del grano. Las que están levantadas, rectas hacia arriba, pueden hacerlo porque están medio vacías. Y así en la vida de los hombres. Cuando alguno levanta la frente lleno del mal orgullo, es porque en su interior tiene poco peso de juicio. El hombre sabio, cuanto más sabe, más siente la humillación de lo que le falta por saber. El hombre auténticamente noble de corazón no puede enorgullecerse de ello, porque conoce cuánto más noble debería ser. Cuenta el Santo Cura de Ars que a San Antonio, Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos, que el demonio tenía preparados, para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó tan sorprendido que su cuerpo temblaba como la hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios le dijo: “Señor, ¿quién podrá escapar de tantos lazos? “. Y oyó una voz que le dijo: “Antonio, el que sea humilde, pues Dios da a los humildes la gracia necesaria para que puedan resistir a las tentaciones, mientras permite que el demonio se divierta con los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión. Más a las personas humildes, el demonio no se atreve a atacarlas.” Entonces, y concluyo, o somos ermitaños orgullosos o somos espigas vacías o somos como el mono, que cuanto más sube, más muestra la cola… …o somos como Pablo, quien afirma que no tenemos derecho a gloriarnos como no sea de nuestra fe en Cristo Jesús. Bendiciones y paz. Juan Rafael -Johnny- Pacheco