Durante la Segunda Guerra Mundial, no solo judíos comunes sufrieron los horrores de los campos de concentración nazis y de las cámaras de gas, sino también connotados intelectuales y científicos. Entre estos últimos estuvo el afamado psiquiatra Victor Frankl, el cual desnudo, torturado y malnutrido, al enterarse que sus padres y esposa murieron tras ser sometidos a torturas repugnantes, atinó a decir: “Los que me tienen cautivo me han quitado a mis padres y casi a todos mis hermanos y también a mi esposa. Podrán quitarse el poco entorno que me rodea y matar mi cuerpo, pero hay una cosa que nunca podrán quitarme, esa es mi identidad”.
La identidad de un ser humano es de una importancia extraordinaria porque ella es, aun más allá del carácter, la que hace posible una evaluación de nuestra capacidad y potencialidades para afrontar la realidad que a uno le toca vivir. Mucha gente cree que lo conveniente y razonable es saber afrontar circunstancias simples o dolorosas, pero lo que prepara de verdad al ser humano frente a la vida y sus situaciones azarosas, son las decisiones tomadas ante las distintas realidades penosas, humillantes, trágicas o de angustias que se nos presenten. Nuestros éxitos o fracasos durante toda la vida, pero aún más durante los años mozos, dependen en el 90% de los casos de la forma y el estilo de cómo respondemos a nuestras realidades. Y ese modo de responder es directamente proporcional a la estructura, al valor, al peso que hemos dado a nuestra identidad. Pues una identidad bien estructurada y de gran peso, es de mucho mayor precio que la fortuna económica, el éxito financiero, social o académico, pues una identidad sólida es la que nos dice qué y cómo afrontar un desafío.
Un joven dueño de una identidad no mediatizada, auténtica y fundada sobre uno de los valores más fundamentales como es el reconocimiento bien ganado y en la ausencia del sentimiento de futilidad, difícilmente cae en el pantano del resentimiento, de la ira, la envidia sin contenido, la vergüenza, los celos, la hostilidad, el rencor, el miedo, la arrogancia, el abatimiento, la mofa de las normas sociales y de la holgazanería.
Cada vez que veo en los diarios a los dirigentes políticos, religiosos y sociales insistir en que “la corrupción es un cáncer”, “la corrupción es la culpable de nuestra pobreza”, es inevitable que me pregunte: ¿A quién le dicen esas cosas? ¿Para qué las dicen si no tienen un destinatario conocido? Además, ¿de qué sirven dichas declaraciones en una sociedad llena hasta el tope de emociones tóxicas? Un padre que adquiere fortuna mediante negocios truculentos o del hábito de culpar y sonsacar a los demás de sus habilidades para el fraude, no puede esperar que su hijo no reproduzca esa misma conducta malhechora. Lo mismo pasa si a ese padre “le va muy bien” en la actividad política. Su hijo seguirá sus pasos porque observa que a su padre “le fue muy bien” y no fue por su incuestionable talento político. Estas observaciones lo llevarán a la conclusión que tener una identidad de valor absoluto, de reconocida autenticidad y decoro, no es necesaria para la consolidación del éxito.
Lo mismo sucede con el comportamiento global de la sociedad. Un joven que forma parte de una sociedad ansiosa, desesperada y que sufre de insomnio por la adquisición de dinero fácil y veloz, jamás se sentirá inclinado a escuchar y seguir un mensaje anti corrupción. Ese mensaje no es música para sus oídos. ¿Cómo cree alguien que podría bajar la participación de cientos de jóvenes en acciones delictivas como robos y asaltos si los mensajes y emociones negativas que más llegan a sus oídos son “el dinero lo puede todo”, “quien nada tiene, nada vale” y “este país se jodió”.
Si un individuo no ha logrado forjarse de una identidad fuerte que lo empuje a atrincherarse en el honor y en el orgullo de ser honrado, es porque los padres y la misma sociedad han socavado tanto su propia autoridad, su propia autoestima, que el individuo no muestra interés por los mensajes congruentes con la disposición hacia el logro y la disciplina. Y si lo hace, a veces le pase lo mismo que a aquel jugador de beisbol bizco. Al llegar a grandes ligas por su poderoso bateo, su equipo pensó que un oculista debía enderezar su ojo estrábico. Después de operado se “ponchaba” en todos los turnos porque no podía enfocar sus dos ojos sobre la pelota cuando ésta llegaba al home.
Pedro Mendoza
lunes, 11 de abril de 2016
La sociedad y los padres tienen que forjar la identidad de los hijos
9:41 a. m.
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