La Plaza de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, estaba repleta. Miles de personas, esperaban que saliera el humo blanco por la chimenea de la hermosa Capilla Sixtina. Sería la señal de que habían elegido el sucesor número 266 del Apóstol San Pedro.
Esta delicada misión estaba en las manos de 115 cardenales de todo el mundo, mientras alrededor de mil cien millones de Católicos, estaban atentos a la decisión. Cada vez que por TV, enfocaban la plaza y la ventana por donde haría su aparición, me emocionaba, Hace apenas unos meses visité Roma y estuve sentada ahí, pensando en que Jesús, el hijo de Dios, nació en un pesébre y que de seguro estaba llorando al ver tanta riqueza en ese lugar y tanta miseria por el mundo.
Estaba sumergida en esos recuerdos cuando de pronto salió el humo blanco. ¡Tenemos Papa!. Habían elegido al que asumiría el reto de ser cabeza de la iglesia Católica. Es el Cardenal Jorge Bergolio, dijeron. Llegaron detalles: es Arzobispo en Buenos Aires, nació en Argentina. Sus padres son inmigrantes de Italia. Le gusta el futbol, oye a los pobres. Tiene 76 años, es Jesuita y eligió el nombre de Francisco.
Salió sereno por la famosa ventana. Pidió orar por su antecesor, el Obispo Emérito Benedicto XVI y por el mismo. Inclinó la cabeza en señal de humildad para recibir en silencio las oraciones. Expresó que iniciaba un camino de amor, confianza, humildad, paz, unidad. Me agradó. Luce sencillo, de mirada sincera y serena. Su lenguaje es cercano, cariñoso, paternal, como cuando dijo ¡Vayan a descansar”. Tiene rasgos del perfil que, a mi juicio, deben tener los guías de iglesias que persiguen serenar el espíritu, llenando de confianza y amor, el alma de la humanidad.
No tenía favorito en la elección del Papa. La esencia y directrices de la Iglesia Católica están trazadas, desde el nacimiento de Jesús. Se sustentan en principios de amor, humildad, igualdad, generosidad y mucha fe. No dependen de la cúpula, son invariables. Todos somos responsables de que se cumplan. Cuando los jerarcas, cardenales, obispos, sacerdotes o quien sea, se desvían del camino, los feligreses que seguimos principios, debemos llamarlos al orden. Recordarles que más que ocuparse del cuerpo, negocios, política, deben concentrarse en la verdadera naturaleza de la iglesia, sembrar valores morales y espirituales. Ellos forman las columnas fuertes sobre las que se levanta la humanidad, para no caer en el fango y cierran la brecha entre ricos y pobres. Eso funciona en familia y gobiernos.
Es obvio, que los antivalores pretenden arropar el mundo y la única forma de frenarlos y erradicarlos, es que los religiosos den señales de cultivar el alma. Que enseñen con el ejemplo. Que no solo visiten palacios y lujosas oficinas, sino que vayan a barrios pobres, asilos, orfelinatos y lleven luces, fuerza espiritual. Me inquieta que lo hagan mecánicamente y el resultado sea una población incrédula.
Preocupan los jefes de iglesias, ambivalentes, entre el bien y el mal, entre Dios y el diablo, los que con poca fe en lo que hacen o dicen, busquen beneficio personal, poder y dinero.
Venecia Joaquin.