Me comentaba un buen amigo que un día de estos, caminando por uno de esos barrios por los que casi nunca transitaba, vio en la acera de enfrente a un anciano sentado sobre una vieja silla, los pies descalzos, las manos más que arrugadas sosteniendo un bastón, los pantalones estrujados y una camisa blanca ya gastada, que profundamente distraído dejaba perder su vista en la distancia.
Sin embargo, volteando su mirada la fijó en mi amigo, quien gentilmente le sonrió y le saludó con un gesto amable. De los ojos del pobre señor salió una lágrima, y en esa lágrima desgarradora expresó tanto que le fue muy difícil a mi amigo acercarse a tratar de consolarlo. No lo conocía, no se animó a hacerlo, y aún cuando entendió que mostraba una gran necesidad de cariño se turbó y siguió su camino, no muy convencido de estar haciendo lo correcto.
Esa noche no lograba conciliar el sueño recordando incesantemente la mirada del anciano encontrándose con la suya, y esa lágrima que no se borraba de su mente… “Los viejos no lloran así por nada”, se decía a sí mismo. La conciencia no tiene horarios y no lo dejaba dormir. Decidió que por la mañana temprano volvería a esa casa y conversaría con aquel señor, tal como le pareció que se lo hubiera pedido.
Así lo hizo. Muy de prisa regresó a la casa del anciano, convencido de que conversarían largamente.
Llamó a la puerta. Las oxidadas bisagras rechinaron agriamente, y quien salió fue otro hombre. “¿Qué desea?”, le dijo, mirándolo con gesto fruncido. “Busco al anciano que vive en esta casa” le contestó.
“Mi padre murió ayer al mediodía”, le dijo sollozando. La mente se le nubló a mi amigo y pensó que se iba a caer, los ojos llenos de lágrimas, mientras el hombre le preguntaba quien era.
“En realidad, nadie. Ayer pasé por la puerta de esta casa, y su padre estaba ahí sentado. Ví que lloraba y a pesar de que lo saludé no me detuve a preguntarle qué le sucedía, pero hoy volví para hablar con él y veo que ya es tarde…”
“No me lo va a creer, pero usted es la persona de quien habla en su diario.”
Sumamente extrañado, mi amigo le pidió mayores explicaciones. “Por favor, pase, pase usted adelante”.
Luego de servir un poco de café lo llevó hasta la habitación y ya sentados, le enseñó la última hoja del diario en la que decía: “Hoy me regalaron una sonrisa y un saludo amable… hoy es un día hermoso”.
A mi amigo le dolió el alma de tan sólo pensar lo importante que hubiera sido para ese pobre señor que él hubiera cruzado aquella calle. Se levantó lentamente y al mirar al hombre le dijo: “Si hubiera cruzado y conversado unos instantes con su padre,,,”
Pero el hijo aquel lo interrumpió con los ojos rojos de llanto diciéndole en medio de incesantes gemidos y sollozos que rompían el alma:
“Si yo hubiera venido a visitarlo al menos una sola vez estos últimos años, quizás su saludo y su sonrisa no hubieran significado tanto para él…”
No digo más. Cierro esta anécdota sin ningún otro comentario, ya que como dice en duras palabras el Señor Jesús, “quien tenga oídos para oír, que oiga”, que a buen entendedor, pocas palabras bastan.
Bendiciones y paz.