Son muchos los signos que giran en torno a este gran apóstol: redes, piedra, llaves... Muchos al oír hablar de Pedro o al hacer referencia de él dicen: “Pedro, el que negó a Jesús...” Pero es justo decir también “el que lo amó”. Porque el texto bíblico que narra las negaciones de Pedro [Mateo 26, 69-75], bien podría tener una segunda parte y con ésta cambiar el sentido de los hechos. En una de las apariciones de Jesús Resucitado a sus discípulos, a orillas del río Tiberíades [Mateo 16, 13-20], éste de pregunta a Pedro en tres ocasiones: ¿Me amas? Ante cada respuesta afirmativa del apóstol, Jesús le encarga que apaciente Su “rebaño”. La última de las respuestas: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”; denota un abandono en la sabiduría de Dios y una sencillez de corazón, necesarias para la gran misión que se le estaba encargando: Ir al frente de Su Iglesia. Pero, aquí lo hermoso es la evidencia de la Misericordia Divina que permite a Pedro enmendar cada negación con un “te amo”. La fiesta solemne de San Pedro se celebra junto a la del Apóstol San Pablo el 29 de junio. Su verdadero nombre era Simón, pero Jesús le cambio el mismo a Pedro (Piedra) como símbolo de la encomienda de una misión al igual que sucedía en el Antiguo Testamento. Es considerado el primer Papa de la Iglesia Católica. Su oficio era el de pescador, y lo ejercía junto a su hermano Andrés. A ambos, Jesús les garantiza convertirlos en “pescadores de hombres” a cambio de que lo siguieran, y así lo hicieron [Mateo 4, 18-20]. Pedro era un hombre sencillo y humilde; le hablaba a Jesús con la familiaridad y confianza de un gran amigo. En una de las ocasiones en que Jesús anunciaba su sacrificio, Pedro fue reprendido por El al intentar persuadirlo de abandonar Su gran misión amorosa [Mateo 16, 21-23]. Era obvio que aún no entendía la trascendencia de la misma. A través de los diferentes pasajes bíblicos, se le ve a Pedro entre los discípulos más cercanos al Mesías. Tuvo la dicha de ser testigo de la Transfiguración; pero también se le reclamó al dormirse mientras Jesús oraba en el Monte de los Olivos [Marcos 9, 2-8]. Existe una narración bíblica entre Jesús y él, que hasta cómica resulta. Una noche, mientras los discípulos navegaban entre fuertes olas, vieron a Jesús acercarse hacia ellos caminando sobre el agua. Pedro, cual “niño curioso”, le pide que le permita llegar a El caminando también sobre el agua-, y a pocos pasos comenzó a hundirse. Gritaba angustiado que lo salvara porque sentía ahogarse. “Hombre de poca fe”, lo llamó Jesús en esa ocasión. [Mateo 14, 22-33]. Sin embargo, poco a poco, Pedro fue aceptando la misión y las enseñanzas del Maestro, aunque no las entendiera muy bien. ¿Recuerdan la escena del lavatorio de pies? El apóstol se sintió indigno de que Jesús tuviera ese gesto con él, pero al saber que sólo así participaría de la Gloria de Dios, le pidió que le lavara hasta la cabeza [Juan 13, 2-11]. Y una vez más, Jesús procede a aclararle el significado del gesto; como lo hizo otras tantas veces con las parábolas. Cualquiera que no conoce a fondo la historia de este gran hombre podría preguntarse por qué Jesús decide dejar a su cargo la Nueva Evangelización. Era justamente esa aparente debilidad, la que en total abandono a la voluntad divina, daría paso a la fuerza del Espíritu Santo para hacer de él un instrumento de paz, un soldado de Cristo, un testigo fiel de la Resurrección. Por esto, ya en los hechos de los apóstoles se le puede ver tomando decisiones, haciendo elecciones [Hechos 1, 15-26] y hasta predicando [Hechos 2, 14-36], a riesgo de ser acusado lo cual no faltó. El llegó a entender claramente que la verdadera fuerza radicaba en el amor. ¿No fue acaso este sentimiento el que movió a Jesús a entregarse por todos? Tanto fue su asimilación de esta gran verdad que al no tener “oro ni plata” que dar a un hombre paralítico y mendigo, le devolvió la salud clamando en el nombre de Jesucristo [Hechos 3, 1-10]. ¡Cuánta fe en quien le había dicho: “Todo lo que pidan en mi Nombre les será dado”! A Pedro se le representa con un par de llaves en las manos. Obviamente haciendo referencia a las palabras de Jesús: “Te daré las llaves del Reino de los Cielos”. Aunque no fue el primer mártir, este gran apóstol tuvo la dicha de sufrir el martirio por amor a Jesucristo. El mismo fue llevado a cabo en Roma. Pedro, que parecía tan cobarde, o tan tonto, en otras circunstancias, demostró en ese último momento la fuerza del Resucitado; pues, pidió a sus verdugos que estaban a punto de crucificarle, que lo hicieran de cabeza al suelo, porque no se sentía digno de morir como su Señor. Este, que había corrido hasta el sepulcro vacío [Juan 20, 1-10], y constató la Resurrección de Cristo la recibiría como premio por fidelidad. Ciertamente, hay mucha verdad en lo que en alguna ocasión leyera: “La Palabra y la Sangre son la semilla con la que los santos Pedro y Pablo, unidos a Cristo, han engendrado y engendran la Roma cristiana y a toda la Iglesia”. Y de esa Iglesia es de la que formamos parte usted y yo. Así como Pedro fue considerado bienaventurado por Jesús, ya que lo reconoció como “el Cristo, el Hijo de Dios” [Mateo 16, 13-20]; de igual forma tenemos que confesarlo nosotros. En ese justo momento se nos descubrirá nuestra misión personal, y nos pondremos en camino hacia la felicidad plena, para así formar parte de la Iglesia Triunfante.