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Esto es un cura. Un cura de los pies a la cabeza. Un cura enamorado de Cristo. Un cura que ejerce de cura. Un gran testimonio.
Pero tiene una fe que mueve montañas, tanto que está convencido que no puede hacer nada mejor que colocar a Cristo Eucaristía vivo en medio de su pequeño pueblo y hacer un llamamiento a los vecinos: “venid a adorar a vuestro Dios”. Parece ser que lo tiene complicadísimo. Un pueblo de cinco mil habitantes y además dos capillas. Sus padres viejitos. ¿No tiene bastante con eso? ¿No está suficientemente justificado? ¿Se le puede pedir más?
Nadie se lo ha pedido. Es él quien ha comprendido que no podía regalar nada mejor a sus fieles que la presencia perpetua de Jesús en la custodia invitando a la adoración. Peliagudo lo tenía, pero mira por donde cuando un cura tiene fe todo se hace simple. ¿Qué faltan horas? Pues las cubre el padrecito. ¿Y si son por la noche, en la madrugada? Sin problemas: un lugarcito con cama junto al Señor y siempre disponible.
¿Cuántos no llamarán loco al buen cura? Hasta casi que me imagino a algún compañero sonriendo ante la última chaladura de ese pringadillo al que no se le ha ocurrido otra cosa que montar un camastro al lado del Santísimo.
Yo me quito el sombrero antes este hermano. Como me descubro igualmente antes esos curas de pueblitos que mantienen la fe de su gente dando la vida entera por Cristo, por ese anciano que casi arrastrándose pasa horas de confesionario, por el chavalillo recién ordenado siempre disponible. Benditos curas de segunda o tercera fila, con tanta fe y con tanto amor a Cristo que hasta son capaces de acostarse en un camastro cada noche con un ojo abierto por si se hace necesario velar junto al Señor.
Vosotros sois ejemplo para el pueblo de Dios y un estímulo para los compañeros. Un día Dios Padre os invitará a entrar en su gloria donde encontraréis el mejor descanso y los ángeles proclamarán vuestro triunfo de amor a Dios.
Jorge González Guadalix