Por Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
Hemos entrado de lleno en la Semana Santa, y se acercan los días santos de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. El centro de todos estos días es Jesucristo, muerto y resucitado. Fijemos nuestra atención en Cristo, y meditemos los misterios de su pasión y de su resurrección. Ese es el misterio pascual, núcleo del cristianismo y de la vida cristiana.
El Hijo de Dios hecho hombre se ha entregado libremente a la muerte, aceptando el plan redentor de su Padre-Dios de salvar a todos los hombres. Todos errábamos como ovejas sin pastor, y Él ha venido para reunirnos en un solo rebaño. Él es el pastor bueno que nos busca y cuando nos encuentra nos toma cariñosamente sobre sus hombros para llevarnos a la casa del Padre. Él es el hermano bueno que ha salido de la casa del Padre sin darle la espalda para buscar al hijo pródigo, a cada uno de nosotros, y reunirnos en su santa Iglesia. El retorno a casa será una alegría para el corazón de Dios-Padre, que espera cada día nuestra vuelta hacia Él.
La muerte de Cristo no es un accidente en la vida del Redentor. Él ha venido para eso, para dar su vida en un acto de culto al Padre, entregándose por cada uno de nosotros los hombres. Él ha pensado en este momento a lo largo de toda su vida. La muerte de Cristo es un acto supremo de amor. La muerte ya no es una desgracia sin sentido. El creyente en Jesucristo vive la muerte como la “hora” suprema de su vida, la hora de la verdad, la hora para la que ha de prepararse durante toda su vida.
Es preciso que en estos días santos miremos al Corazón traspasado de Cristo en la cruz. Es un corazón lleno de amor. La lanza que traspasó este costado nos ha abierto de par en par las puertas de la misericordia de Dios, nos ha declarado hasta dónde llega el amor de Dios por nosotros. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). El Corazón de Cristo es el lugar donde se han reciclado nuestras miserias en la turbina de un amor más grande, que se llama misericordia. La misericordia de Dios es más fuerte que nuestro pecado y es capaz de hacer de nosotros hombres nuevos.
Que nadie se sienta excluido. Es un amor muy profundo al tiempo que es un amor para todos y cada uno de nosotros. Dios no nos ama de palabra, sino con obras y de verdad. En la escuela de Jesucristo, la mirada constante al Corazón traspasado de Cristo nos ayuda a entender el sentido de nuestra vida, que está hecha para aprender a amar.
Los días que se acercan de la Semana Santa quieren transmitirnos esa serenidad del Crucificado, que ante el pecado de los hombres reacciona amando, y amando de manera más elocuente. El amor verdadero está hecho de sacrificio. En Cristo crucificado entendemos un amor que no se ha guardado nada, un amor sin medida, un amor hasta el extremo.
Ese amor ha vencido a la muerte. Jesucristo ha resucitado al tercer día. Si creemos en Él, es porque ha resucitado. Mirar a Cristo crucificado sabiendo que la muerte ha sido vencida es un motivo de esperanza para los que estamos abocados a la muerte. El Corazón de Cristo, destrozado de amor en la cruz, continúa latiendo glorioso en el cielo después de la resurrección. Es un corazón que continúa amando. No se trata sólo de recordar un amor, que llegó hasta el extremo. Se trata de mirar a quien nos ama ahora desde el cielo con un corazón humano, traspasado de amor por nosotros.
Que estos días santos nos hagan vivir de ese mismo amor con el que Jesucristo se entregó a la muerte, de ese mismo amor con el que palpita el corazón resucitado del Señor. “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37 = Za 12,10). Mirar el corazón traspasado de Cristo, muerto y resucitado, será especialmente en estos días motivo de esperanza para todos, porque es en Él y sólo en Él donde el hombre encuentra la salvación.
Con mi afecto y bendición:
domingo, 1 de abril de 2012
El corazón traspasado de Cristo.
6:24 p. m.