Es Papa Francisco declaró beato al seminarista Rolando Rivi. Tenía catorce años, apenas si salía de la adolescencia cuando le asesinaron. Nació el 7 de enero de 1931 en San Valentino, diócesis de Regio-Emilia, en el seno de una familia de agricultores, devotos cristianos. Su padre, Roberto, consagró al niño desde el día de su bautismo a la Virgen del Carmen. De su abuela, Rolando aprendería la devoción del Rosario
(Portaluz/InfoCatólica) En la escuela elemental, sorprende a muchos cuando un año, por Navidad, el niño aporta al belén un saquito y dice en voz alta: «¡Oh, buen Jesús!, estos son mis pecados; hay cien, porque los he contado. Pero te prometo que otro año te traeré un saco de virtudes». Rolando toma la primera Comunión el 16 de junio de 1938. Sus compañeros lo describirán como un muchacho lleno de vitalidad: «Si amas al Señor, entonces ama a todo el mundo», solía repetirles.
La confesión frecuente
Roberto Rivi, su padre, es un excelente cantor en la coral parroquial y enseña ese arte al hijo. Rolando se apasiona muy pronto por la música, cantando y tocando el armonio. Más tarde, en el seminario, será un excelente corista. Como su padre, adquiere la costumbre de asistir cada día a Misa. La vocación sacerdotal madura rápidamente en su corazón tras encontrarse con un sacerdote ejemplar: el padre Olinto Marzocchini, párroco de San Valentino, quien ejerce una gran influencia en Rolando por su profunda vida interior y sus cualidades de organizador. Además, invita a los jóvenes a confesarse con frecuencia, a fin de vivir en amistad con Jesús.
Tras su Confirmación en 1940, el niño desea convertirse en «un perfecto cristiano y soldado de Jesucristo ». En la primavera de 1942, anuncia a su párroco la firme decisión de hacerse sacerdote. En octubre de 1942, a los once años y medio, Rolando ingresa en el seminario menor de su diócesis, en Marola; en esa ocasión viste la sotana, como era costumbre entonces.
Su sueño: ser misionero
En el seminario, la jornada transcurre a un ritmo intenso con ejercicios de piedad y clases, equilibrados mediante períodos de asueto. Rolando lee muchos relatos sobre las misiones; le fascina especialmente el ejemplo entonces muy reciente del beato Miguel Pro, jesuita mejicano fusilado en 1928 por orden del gobierno anticristiano. El joven desea partir a lejanas misiones para evangelizar a quienes todavía no han oído hablar del Señor Jesús, y, en 1944, confiará ese proyecto misionero al vicario de San Valentino, el padre Camellini. De momento, Rolando se une de todo corazón, junto a los demás seminaristas, a la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, forjada el 8 de diciembre de 1942 por el Papa Pío XII como respuesta a la demanda de Nuestra Señora de Fátima.
En 1943, tras el desembarco angloamericano en Sicilia, el Duce Benito Mussolini es destituido y el gobierno italiano firma un armisticio con los aliados. Esa denuncia del Eje Roma-Berlín provoca la ocupación de gran parte de la península por el ejército alemán; la Emilia-Romaña se convierte, especialmente, en teatro de enfrentamientos dramáticos entre los grupos alemanes y los resistentes, llamados partisanos. El 22 de junio de 1944, una compañía de soldados alemanes indaga en el seminario de Marola, acusado de ser una guarida de partisanos, y se apodera de los vasos sagrados de la catedral de Reggio, que se habían depositado allí como previsión de un eventual bombardeo. La gravedad de las circunstancias obliga a los superiores del seminario a cerrar el centro en espera de días mejores.
Una opción peligrosa
De regreso a casa, Rolando se esfuerza en proseguir en la medida de lo posible su vida de seminarista. Sigue llevando habitualmente la sotana. Dicha opción resulta peligrosa en una zona donde los maquis de partisanos, muy activos, están controlados por los comunistas. Para los adeptos del marxismo-leninismo, la Iglesia Católica no debería tener cabida en la sociedad de posguerra; el clero figura en la primera fila de los enemigos por abatir. Según una circular interna difundida por el partido en la región de Módena, hay que «liberar a la humanidad del concepto de religión y de la esclavitud que han creado siglos de barbarie cristiana». En la diócesis de Reggio, cuatro sacerdotes han sido ya asesinados por partisanos. Una noche, el padre Olinto, párroco de San Valentino, cae en una trampa y es golpeado y desnudado; amenazado de asesinato, debe alejarse temporalmente. Su sustituto, el padre Alberto Camellini, al visitar la parroquia en compañía de Rolando, se topa un día con dos partisanos que le espetan: «A partir de ahora, nuestros enemigos ya no son los alemanes ni los fascistas, que están acorralados, sino los ricos y los curas».
Rolando es consciente de la violencia antirreligiosa que es intrínseca al comunismo; sabe que los partisanos son poderosos en la región. No obstante, no consiente en quitarse la sotana, como le aconseja su familia y como lo han hecho otros seminaristas de la vecindad. «No hago daño a nadie dice, y no veo por qué iba a quitarme la sotana que es el signo de mi consagración a Jesús». El muchacho ejerce una influencia decisiva en los jóvenes seminaristas retirados a San Valentino, a quienes anima a seguir su ejemplo en el estudio del latín, gracias a las clases particulares impartidas por una maestra. Por su madurez, el joven hace las veces de jefe de fila de la juventud católica del municipio. No concibe en absoluto que haya que ceder ante una intimidación; ello significaría decepcionar a los jóvenes católicos, quienes mediante su ejemplo procuran resistir ante el contagio comunista.
El tiempo de rezar una oración
El 10 de abril de 1945, durante la semana de Pascua, Rolando asiste a la Santa Misa en San Valentino. De regreso a casa, se retira cerca de un pequeño bosque, en un lugar donde acude con frecuencia a estudiar con plena tranquilidad. Como no regresa a la hora de la comida, su padre va a buscarlo, pero, en lugar de encontrar a su hijo, Roberto ve sus libros de clase esparcidos por el suelo; en una hoja desgarrada de uno de los cuadernos, puede leer: «No lo busquen. Pasa un rato con nosotros. Los partisanos». Temiendo poner en peligro la vida de su hijo, los padres aplazarán durante 24 horas la noticia de su desaparición, permitiendo así que los raptores se alejen como habían previsto.
A pie, Rolando es conducido hasta Monchio, a 25 kilómetros de San Valentino, a una granja que sirve de refugio a un grupo de partisanos comunistas: el batallón Frittelli. Desde su llegada, el prisionero es tratado con brutalidad y sin seguir las reglas de disciplina aplicadas por los partisanos (según las cuales un acusado debía ser juzgado por el tribunal de distrito). Encerrado en la pocilga vecina de la granja, es sometido a diversos interrogatorios y torturas para intentar arrebatarle algunas confesiones. Le acusan de ser un espía al servicio de los nazis, de haber robado a los partisanos una pistola y de haberla usado para disparar sobre ellos. Al llevar encima una pequeña suma de dinero, que había ganado por sus servicios como sacristán, interpretan que es el precio de su traición pagado por el ocupante. Rolando lo niega todo. Sus agresores lo insultan y lo muelen a golpes de cinturón y puñetazos. La propietaria de la granja, que lo ha oído todo, contará detalles sobre las torturas que sufrió el adolescente. Sin embargo, él persiste en negar las acusaciones. El seminarista es despojado de su sotana, que es arrugada y tratada con irrisión; los partisanos no permiten que se la vuelva a poner. El viernes 13 de abril, a las tres de la tarde, llevan al prisionero, herido y agotado por los malos tratos padecidos durante dos días y medio, hasta un pequeño bosque cercano a la casa. Cuando percibe la fosa que han excavado justo al lado, Rolando comprende la suerte que le espera, y pide llorando: «Dejadme el tiempo de rezar una oración por mi papá y mi mamá».
Ese muchacho que vive su última hora no piensa en él, sino en sus familiares, a quienes más ama en el mundo. Se arrodilla junto a la fosa y, en ese instante, un partisano dispara dos tiros a bocajarro que impactan en el joven, quien cae mortalmente herido en la sien y el corazón. El asesino, un comisario político, será descrito en la sentencia dictada por el tribunal que lo condenará en 1952 como «un hombre fanático, defensor a ultranza de la lucha de clases». Unos partisanos que habían intentado salvar al joven dirán que el asesino les había cerrado la boca gritando para justificar su acto: «¡Mañana habrá un cura menos!».
La verdad sobre Dios y sobre el hombre
Rolando dejó este mundo rezando. Al igual que su gran amigo, Jesucristo, murió en viernes, a las tres de la tarde, después de una larga y dolorosa pasión. Hasta ese mismo día, 13 de abril, el padre Camellini, vicario de San Valentino, no se entera del lugar donde han llevado a Rolando. Él y Roberto parten enseguida hacia Farneta, ciudad próxima donde tiene su sede el tribunal de los partisanos de la región; pero nadie sabe nada. Finalmente, encuentran al comandante del batallón Frittelli, quien les anuncia fríamente: «Hemos matado a Rivi en Piane di Monchio, porque era un espía». Llegados a la granja de Piane, se encuentran con el comisario político, quien empieza negándolo y luego confiesa: «He sido yo quien lo ha matado, pero tengo la conciencia perfectamente tranquila: era un espía al servicio de los alemanes; los había llevado dos veces hasta nuestros campamentos». Y ante una pregunta del sacerdote acerca de si el adolescente había sufrido, el asesino, mintiendo descaradamente, responde con la negativa enseñando su revólver: «Mira, con esto no se tiene tiempo de sufrir».
En la luz
El 15 de abril, domingo in albis, el padre Camellini y Roberto proceden a desenterrar el cuerpo del mártir, que es sepultado provisionalmente en el cementerio vecino. El 25 de mayo de 1945, los restos mortales se trasladan a San Valentino, rodeados de una muchedumbre compuesta por centenares de jóvenes católicos que habían conocido al difunto. Sobre la tumba, su padre ha mandado inscribir estas palabras: «Descansa en la luz y en la paz, tú que fuiste apagado por el odio y las tinieblas».
Durante largos años, resultará imposible publicar nada respecto a la muerte de Rolando Rivi, así como sobre el asesinato de numerosos sacerdotes, considerados por los comunistas como enemigos de clase; sólo en esa región de Emilia-Romaña, se calcula en 15.000 el número de víctimas de aquella depuración, 93 de ellas sacerdotes y seminaristas. El juicio de los asesinos de Rolando puso de manifiesto los motivos de su ejecución: «El seminarista Rolando Rivi, por su conducta piadosa e irreprochable, por su celo en la práctica de la fe, constituía para la juventud local un ejemplo edificante de las virtudes cívicas y cristianas que, por él mismo, debía necesariamente conllevar la adhesión de muchos al catolicismo. Así pues, su captura y supresión tuvieron como móvil y efecto eliminar para siempre un obstáculo eficaz de penetración de la doctrina comunista en la juventud. El pretexto invocado por los asesinos, según el cual Rolando habría sido un espía, fue inventado por necesidades de la causa».
En 1997, los restos mortales de Rolando se trasladaron a la iglesia parroquial de San Valentino. El 4 de abril de 2001, un niño inglés, James, quedó sanado de una leucemia incurable tras serle aplicada una reliquia (cabellos y sangre) de Rolando bajo su almohada, acompañada de una novena de oraciones de la familia y amigos del enfermo. Esa curación, que los médicos declararon inexplicable, se presentó a la Santa Sede con vistas a la beatificación que el Papa Francisco anunció el 28 de marzo de 2013 y que fue celebrada 05 de octubre de 2013.