El coche fúnebre pasaba una y otra vez, hasta siete veces por el frente de las calles de Santiago de los Caballeros. El rostro del conductor era el mismo: callado, de una ritualidad entristecida, la cual viene asociada con su trabajo y con el ataúd que contiene los restos mortales de una persona.
Coronas de azucenas blancas y de nomeolvides adornan el techo del vehículo. Un cortejo de dolientes, familiares y de amigos afligidos marcha taciturno en procesión a la última morada del fenecido.
En aquel Santiago solemne y de sanas tradiciones antes de la llegada de la postmodernidad era el coche tirado por briosos caballos y lujosamente adornado, con unas cortinas o paños morados, pintado de negro y revestido de cristales traslúcidos a través de los cuales se podía percibir el ataúd adornado de flores.
Aquel carruaje nos retrotraía al cortejo fúnebre en la Francia imperial, en tiempo del funeral del emperador Napoleón Bonaparte.
La gente se sitúa en las puertas de las casas y en los balcones de los edificios a ver pasar el coche fúnebre. Y se pregunta discretamente ¿Quién sería esta vez la persona fenecida? Otra, con un signo mayor de desilusión, interpela aterrada.
“¡Pero, Dios mío, cuántas personas están muriendo últimamente en Santiago!» Mientras tanto, una señora con traje de luto dices: «Con esta muerte me estoy quedando sin amigos”.
Cada vez que se observa el carro fúnebre pasar una incógnita hace que cada quien se sienta que en algún momento hará el viaje a la eternidad o a vivir una existencia sin tiempo, como expresara Sócrates alguna vez. A pesar de ello un místico se preguntaría: ¿Por qué mueren tantas personas en octubre? Unos le atribuyen a una baja en la defensa en pre invierno, el clima y la época deprime mucha gente.
Hay en el ambiente una especie de fracaso combinado con una gran desilusión frente a la realidad y la esperanza. La ilusión tan necesaria en los seres humanos se ha ido perdiendo y entonces toca a la puerta la desesperanza y el infortunio. Estos estados anímicos se tornan en el individuo en enfermedades psicosomáticas y la presión arterial se va desarrollando estimulada por el estrés. Dice el cantautor cubano Silvio Rodríguez en su canción “Desilusión”: “Qué delirio en interrogación, qué suicidio en investigación, brillante exposición de modas, la desilusión. Abrió un negocio reanimando el ocio, la desilusión”.
Y el poeta soñador de versos escribe: «Vivimos gracias a las ilusiones que nos embargan, pensando que se cumplirán en algún momento, pero nos damos cuenta que son poco más que vanas, haciendo que desaparezcan en un tormento”.
Y continúan los cortejos de difuntos y los rostros entristecidos por las calles de Santiago. La gente manifiesta una interrogante tras otra: “¿Sabes quién murió?” “¡No me digas!”. ¿Y ese señor estaba enfermo?” Parece.
Y surge la exclamación: «¡Yo que le vi caminando muy bien enflusado antes de ayer! Por eso te digo que uno no es nadie. Hay que cuidarse en estos días con el estrés».
Los cementerios privados y las funerarias se han convertido en lugares de reunión social. Son los camposantos, como dice el poema, lugares de reflexión, llantos y tristezas, donde se despide a los que un día estuvieron entre nosotros.
Tumbas en altura, nichos fríos, lápidas y mensajes, pasillos tenebrosos con historia que ya están quedando en olvido. Hoy los camposantos son lugares de reflexión con menos llantos y tristeza, jardines floridos y pastos verdes, con fondos cordilleranos o vistas oceánicas que invitan al doliente a compartir el espacio y su belleza, pero hay otra vereda donde llevan los muertos.
Recuerdo haber leído sobre aquella flor fina, pequeña y delicada a la cual Dios le dio por nombre «nomeolvides». Han sido tantas las personas que han muerto en este pueblo, un pueblo una vez habitado por gente dulce y afable, que como la flor que había dado todos los nombres Dios le dijo: “No tengo nombre para ti, pero te llamarás “nomeolvides” y por color el azul del cielo y el rojo de la sangre”.
De esta flor están adornados los mausoleos y los camposantos también. ¿Será cierto que ya el mes de octubre está agonizando en Santiago, en Francia, en Nueva York y en Egipto, por lo que es posible que después de expirar un treinta y uno las calles no sientan el olor a flores de muertos ni a gasolina de carros fúnebres ni tampoco se vean largas filas de cortejos?
Por qué no invitar algunos pasajes del poema de Manuel Acuña, Cortejo fúnebre para un ángel caído, y que sea él quien termine este artículo mío de deseo que no muera más gente en Santiago de los Caballeros, veamos:
“Quisiera poder expresar, expresar palabras, expresar algo. Después de la muerte no queda nada, ni luz ni sombra, ni frío ni calor, ni ruidos ni sonidos, ni tú, ni yo”.
Imploro a las puertas del cielo a que te permitan entrar, cambio dos o tres de mis días para que vuelvas a andar. Quisiera poder llorarte, pero no logro derramar nada, nada queda, nada está.
Debiste recorrer las estrellas y la luna, cumplir tu viaje que concluyo en tragedia, debiste morir aquí, en tu patria, y no en tierra ligera. Te fundiste en mis oraciones, pasajera, traicionera, fuiste de nadie y de nada, el mundo te dio la espalda y aun así lo contuviste. En el silencio y los algoritmos, zozobraste tu pérdida, llorabas para no reír.
En las tragedias sabatinas tú serás una nueva herida, tuviste trayectoria en los rumbos y en las catacumbas. ¿Qué puedo decirte mujer? ¿Por qué te marchaste? ¿Por qué te marchaste tan pronto? Te faltaba mundo para seguir, te faltaban sueños, metidas de pata, vino blanco y escritorios y yo sin poder ir a tu velorio.
Pediste ser escuchada pero el mundo te clavó con daga de marfil una profunda puñalada, te reíste de todo, de nada te dejaste, fuiste sobra y camino, negrura y luz en contraste. ¿Qué puedo decirte cuando las barreras que el mundo inventa son las mentiras piadosas que tu vena cuenta?
Debiste morir vieja, mujer, a los sesenta y tantos, con una historia cuyo fin marchito no quedara por la culpa maldito. Aprendías como una esponja, conviviste con la soledad, cruzaste el mundo huyendo de la vida, volando entre mar y mar”.
Tantos muertos y ese deseo mío de que no muera más gente en Santiago me llevan a la puerta de la resurrección. En mi onirisimo bíblico me encuentro dulcemente ante la presencia de Jesús que ha hecho levantar a Lázaro y oigo que dices: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi, aunque esté muerto, vivirá”.
Entonces, sin querer entrar en lo eminentemente religioso, arribo a una comprensión optimista y filosófica sobre el tema de la eternidad, cual es que los muertos que enterramos hoy tendrán vida eterna porque trascenderán la temporalidad misma. Debemos inferir que la temporalidad (tiempo infinito o duración infinita) es atribuible solamente a Dios. Para Platón, el “tiempo es una imagen móvil de la eternidad”.
Mientras que el poeta alemán Novalis nos dices en la obra “Gérmenes y fragmentos”, que «el camino del misterio va hacia el interior. Es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro».
¡Ya no hay más llantos en los ojos de este pueblo! ¡Y el alma cansada no resiste el manto negro del dolor! ¡Las viudas, los hijos huérfanos, los amigos atravesados por la flecha de la angustia alzan sus rostros compungidos y con sus brazos abierto al cielo como símbolo de suplicas elevadas al Altísimo. Dios, permítenos un respiro de descanso de ver tantas gentes buenas morir y hacer ese viaje inmenso al mundo de los muertos.
¡Talvez Friedrisch Nietzche sin asustarse ni asustarnos diría otra cosa!
lunes, 23 de noviembre de 2015
¡Qué no muera más gente en Santiago!
3:40 p. m.
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