A mediados de la década de los 70s y un poco en los 80s, el béisbol en los Estados Unidos perdió gran parte de su histórico apogeo, y como negocio que siempre ha movido millones de dólares comenzó a ser preocupación para los dueños de franquicias.
Para entonces no se negociaban los multimillonarios contratos de larga duración sino que a las grandes luminarias se les pagaban buenos emolumentos, pero nunca comparados a lo que vino a ser una indecente danza de los millones.
Ni siquiera en términos relativos se pueden comparar los salarios de hombres como Willie Mays, Hank Aaron, Willie McCovey, Micky Mantle, Ted Williams, Willie Stargell, Roberto Clemente, Reggie Jackson, Al Kaline y muchos otros grandes bateadores, con las astronómicas sumas que perciben jugadores que si bien son estrellas sobresalientes con el bate, no se pueden comprar con aquellas luminarias.
Tampoco los lanzadores de ahora pueden rivalizar con astros del calibre de Juan Marichal, Sandy Koufax, Phil Niecro, Nolan Ryan, Steve Carlton, Bob Gibson, Tom Seaver, Don Drysdale, Sam McDowell, Ferguson Jenkins, entre otros, cuyos ingresos fueron miserables si se los compara con los se pagan en los últimos 20 años a esta parte.
Pues bien, cuando los estadios comenzaron a verse vacíos y la rentabilidad del negocio comenzó a ponerse en entredicho, la Liga y los equipos adoptaron algunas decisiones que la mayoría de los fanáticos desconocen.
Se trató de acortar los estadios desde el “home plate” hasta los jardines, al tiempo que se acondicionaba la bola para que “botara” más al ser golpeada.
También se hicieron de la vista gorda y dejaron que muchos jugadores-todo el que quisiera-usaran sustancias para mejorar el rendimiento, lo cual junto con lo antes dicho le regresó la emoción al juego y los fanáticos regresaron a los estadios.
¿Por qué de adoptó esa decisión? Por la sencilla razón de que el juego estaba dominado básicamente por la efectividad de los lanzadores, quienes en cierta medida resultaban superiores a los bateadores, a pesar del poder de muchos de éstos.
Y es que un ponche emociona, dominar a un bateador con un rodado inofensivo o con un elevado ridículo motiva a los aficionados, pero lo que de verdad levanta a las personas de sus asientos es un cuadrangular, que si es oportuno para empatar o decidir un juego, el fanático chilla.
De ahí que, mirando el béisbol como un negocio de elevadísima repercusión en muchas áreas de comercio particularmente en Estados Unidos, fue que se tomaron las medidas señaladas.
Por ello resulta una hipocresía mayor el supuesto empeño de las Grandes Ligas por disciplinar a jugadores que si utilizaron sustancias dopantes, lo hicieron en el marco de una tolerancia financieramente útil para el fortalecimiento de un pasatiempo cuyo rentabilidad se estaba poniendo en duda.
La hipocresía es aún mayor cuando vemos que el dado se está cargando de más en más contra jugadores de orígenes hispanos o procedentes de países latinoamericanos.
Con lo de Alex Rodríguez y una decena más de peloteros dominicanos y latinos, parece que se rebosó la copa de la doble moral.
Autor: Nelson Encarnación