Cuando había cumplido los 64 años, es decir, al momento en que muchos comienzan una vida de jubilado o cuando menos calculan vivir lejos del mundanal ruido, sin los sobresaltos de un nuevo proyecto, don Juan Bosch comenzó los trabajos de Hércules. Comenzó desde cero. Fundó con una pequeña partida de seguidores el Partido de la Liberación Dominicana en las navidades de diciembre de 1973. Renunció al partido que había organizado en su destierro de La Habana en 1939, el Partido Revolucionario Dominicano. Y entonces proclamó, por primera vez, que se proponía completar la obra de Juan Pablo Duarte.
Atrás quedaron treinta y cuatro años de vida llenos de esfuerzos, abnegaciones y sacrificios. En esos años, don Juan viajó por toda América para denunciar la horrorosa dictadura de Trujillo. Se convirtió en el más destacado líder de la oposición a ese régimen brutal. Conoció y trató a los más influyentes políticos del continente: José Figueres, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Raúl Haya de La Torre, Juan José Arévalo. Participó en la fallida expedición guerrillera de Cayo Confites de 1947 para derrocar a la dictadura de Trujillo. Sufrió, entonces, en carne propia la venganza de un régimen enloquecido que metió, varias veces, a sus padres ya ancianos en el presidio. Logró sacar a sus padres, don José Bosch y doña Ángela Gaviño, en 1952, de las espantosas amenazas de Trujillo, hacia el destierro en Puerto Rico. Después de veinte y tres años de un exilio plagado de privaciones y de persecuciones de los matarifes de Trujillo, con cincuenta y cuatro años de edad, llegó, finalmente, a la Presidencia de la República. Se propuso, entonces, ser el más honesto de los Presidentes. No tenía vehículo propio. No tenía vivienda. No tenía finca ni caudales. Los muebles de la casa que había alquilado en la Lope de Vega los había tomado a crédito en La Curacao. Se rebajó el sueldo como presidente. Se comportó como si los dominicanos fueran suizos. He aquí sus palabras de entonces: “Cuando tomé posesión del cargo de Presidente de la República, lo hice en traje de calle, sin banda presidencial, sin honores militares, porque la democracia tiene que ser humilde (...) la humildad en mi caso no significa un esfuerzo; soy naturalmente humilde;” Al abandonar el poder, tras el Golpe de Estado, de 1963, su presidencia sería recordada como un sueño, desgraciadamente, breve. Un sueño rematado con la pesadilla del Triunvirato y con la guerra de abril de 1965, inspirada, esencialmente, en la reposición en el poder de Presidente Bosch.
Todo ese pasado glorioso fue abandonado, en diciembre de 1973, cuando don Juan se propuso, así lo declaró para lo recogiesen los historiadores, construir el instrumento político para completar la obra de Juan Pablo Duarte.
Don Juan Bosch no volvió a la Presidencia de la República. Y su propósito de completar la obra de Juan Pablo Duarte se convirtió en agua de borrajas. En 1996, cuando el Partido que fundó llegó al poder, una sombría enfermedad lo había retirado a la fuerza de la vida pública. Tenía ochenta y siete años. Y no pudo ni siquiera saborear la victoria. Dejó de ser una presencia física. Una autoridad moral, un capitán en los mares procelosos de la política nacional, para convertirse en un símbolo. Un modelo para muchos inalcanzable.
No se produjo la resurrección moral que soñaba Juan Bosch. Los ideales del patricio Juan Pablo Duarte fueron abandonados. El bicentenario de su nacimiento está pasando sin pena ni gloria, sin que nadie recoja su buena estrella. ¿Qué significa hoy completar la obra de Juan Pablo Duarte? Lo primero es salvar nuestra independencia del influjo del Estado vecino, comprometida por múltiples razones.
Al fundar La Trinitaria, en 1838, Juan Pablo Duarte se propuso libertar a los dominicanos del yugo haitiano. Nuestro país se hallaba, entonces, ocupado por los haitianos que habían repartido todas las tierras entre los soldados de su gigantesco ejército de cincuenta mil hombres. Habían cerrado la universidad Santo Tomás de Aquino. Habían cerrado todas las escuelas e incluso los liceos de Haití (Véase L´Instruction publique en Haití de Ernest Brutus). Habían prohibido por las circulares de Boyer de 1824 y 1838, el empleo de la lengua española en los actos públicos de la justicia, en los trámites del Estado y en las escuelas de enseñanza. Habían prohibido la religión y muchos templos y conventos fueron convertidos en almacenes de víveres. La Constitución del Imperio de Haití de 1805 se les prohibía a las personas de raza blanca el derecho a la propiedad (articulo 12) y se establecía además que la soberanía de Haití se extendía a toda la isla (artículo 1). Dicho más claramente: que los dominicanos que son la nación primada de América no tenían derecho ni a un territorio ni a una lengua ni a una religión ni a un pasado ni a un gobierno propio, surgido de la voluntad del pueblo.
Contra esa realidad desoladora se levantó el ideal libertario de Juan Pablo Duarte. En la bandera que concibió introdujo la cruz blanca para oponerla a la cultura del dominador, cuya bandera original era negra, roja y azul. En el Juramento de los Trinitarios establece el nombre del país: República Dominicana y el lema del nuevo Estado: Dios, se opone a la idea de que el vudú haitiano gobierne la vida de los dominicanos; patria, referida a la recuperación del territorio y del pueblo dominicanos; y libertad, relacionada con el ideal de tener un gobierno propio, de los dominicanos, por los dominicanos y para los dominicanos.
La República Dominicana nació fatalmente encerrada en un mismo espacio insular con la nación de la cual se libertó. Contra esa presencia libró una guerra de independencia de doce años: desde los combates de la Fuente del Rodeo el 10 de marzo de 1844 hasta Sabana Larga y Jácuba en 1856.
La organización política de la guerra, la concepción constitucional del nuevo Estado, la organización de la población en Junta Populares para hacerle frente al enemigo, fue casi exclusiva obra de Juan Pablo Duarte. En el terreno de la guerra las ventajas haitianas eran gigantescas. Nos enfrentábamos, primero a una superioridad demográfica, Haití tenía tres veces más población que la República Dominicana. Segundo: a una supremacía militar; su Ejército de cincuenta mil hombres era cuatro veces mayor y se hallaba mejor armado; y, tercero, a una hegemonía económica; su economía era trece veces mayor que la dominicana. Esas ventajas, y la dureza contra un enemigo avieso y hostil, hicieron que una porción de los patricios, creyese en una solución internacional, como único modo de ponerle punto final a las ambiciones haitianas de apoderarse de nuestro territorio. De ahí nacieron las ideas anexionistas, la búsqueda de un protectorado, con la finalidad de hallar una fórmula que nos devolviera la paz con Haití. Que preservara nuestro derecho a vivir entre nosotros mismos. Esa fue la solución ensayada por el General Santana, cuando ya viejo, pensó que la Independencia no podría ser mantenida con un país, perpetuamente, en guerra. Que nuestros intereses debían ser defendidos por otro Estado. Tras un paréntesis de cuatro años de una decadente dominación española, el patriotismo dominicano volvió a restaurar la Independencia en 1865,
En el ideario de Juan Pablo Duarte se dice “Entre los dominicanos y los haitianos no es posible la fusión”. La mudanza del pueblo haitiano a nuestro país anula la Independencia de 1844. Se ha producido una desnacionalización masiva del trabajo, de la cultura, del territorio, de los registros civiles. Se le han traspasado al país obligaciones sanitarias, educativas, sociales, de otro país, de un Estado fantasma, gobernado por las ONG y por la MINUSTAH. Al igual que ayer, hay hoy un bando parricida y traidor de dominicanos pagados por Gobiernos extranjeros, empeñados en volver cenizas la Independencia de 1844. Completar la obra de Duarte es evitar, que se pierda para siempre, el sentido inicial de nuestra vida como nación.
No será la misión de un partido político porque el liderazgo criollo carece de criterio nacional. No será la tarea de un mesías ni el esfuerzo solitario de un sabio ni la peregrinación de un iluminado, sino la misión de una generación, de la del presente, que, enfrentada a un grupo que le niega el derecho a ejercer su soberanía, tiene que devolverles los empleos, los hospitales, las escuelas y la fe en nuestra continuidad histórica al pueblo dominicano.
Autor: Manuel Núñez Asensio