La fe cristiana no consiste en una serie de normas morales, ni en el recuerdo nostálgico de una figura histórica indiscutiblemente importante; ni tampoco es una ideología ni un estilo de vida. La fe cristiana consiste en el seguimiento de una persona viva, de una Persona Divina, con quien nos podemos encontrar, con quien nos podemos relacionar. Nada tiene que ver Cristo con los líderes de algunas ideologías políticas de quienes sus seguidores predican que siguen vivos en su recuerdo o en sus corazones. Jesús no es Elvis Presley. Ni es la Pasionarias, de quien los comunistas españoles afirman que sigue viva en el Partido, en sus ideas, en su ejemplo de vida. Ni es el Che Guevara, ese legendario asesino comunista, que pervive en el recuerdo de tantos revolucionarios y de tantos cretinos que portan orgullosos la mitificada imagen de este histórico criminal en sus camisetas.
Cristo vive realmente. Y los santos lo atestiguan con sus palabras y con su vida. Y los mártires han derramado su sangre y lo siguen haciendo hoy porque creían y creen en esta verdad. Nadie se deja asesinar así porque sí. Los cristianos que mueren degollados hoy en Siria o en Irak o en Túnez o en Egipto lo tienen muy fácil para salvar la vida: simplemente apostatando de su fe y convirtiéndose al Islam. Y no lo hacen. Parece increíble, ¿verdad? Pero ellos han encontrado un tesoro escondido al que no están dispuestos a renunciar. Los mártires del siglo XXI tienen una fe que da sentido a su vida y por la que merece la pena incluso entregar la propia vida.
Pero en el Occidente neopagano estas cosas no se entienden. La apostasía de las naciones históricamente cristianas es tan clamorosa que la fe ha quedado reducida a un recuerdo del pasado o, en el mejor de los casos, a una tradición cultural que acompaña a determinados actos sociales.
Hay quienes valoran sólo la labor social de la Iglesia y elogian la labor de Cáritas o de Manos Unidas o de tantas organizaciones vinculadas a las órdenes religiosas o a los movimientos de la Iglesia; pero no pisan una iglesia, no van a misa ni se confiesan y, además, muchos de ellos se manifiestan abiertamente enemigos de la jerarquía o de la moral cristiana. Estas personas de buena voluntad reducen su fe a puro activismo social y acaban confundiendo la fe con una ideología. Buena parte de la culpa de esta ideologización de la fe la tienen los teólogos de la liberación, que desde postulados marxistas, hicieron bandera de la opción preferencial por los pobres y proclamaron que lo único importante era la lucha contra la pobreza, contra la opresión y contra la miseria. Y se olvidaron de lo fundamental: que los cristianos optamos por los pobres desde la fe en Jesucristo, muerto y resucitado; que nuestra esperanza es Cristo, no la revolución socialista. Que la caridad y la justicia proceden de Dios, a quien debemos adorar y servir con nuestra vida. La verdadera opción por los pobres no es una cuestión puramente inmanente: es transcendente. Pretender construir el paraíso en la tierra por nuestro esfuerzo solidario o revolucionario, en última instancia, es soberbia. Nosotros solos no podemos hacer nada: o muy poca cosa. Claro que debemos optar por los pobres. Claro que debemos empeñarnos en la promoción social de quienes sufren hambre, de quienes se ven privados de los más elementales derechos a la educación, a la sanidad, a la vivienda o a un trabajo digno. Claro que sí. Pero nosotros solos no podemos. Nuestro reino no es de este mundo. Y nosotros no somos Dios. Por eso pedimos que “venga a nosotros tu Reino”, porque anhelamos ese cielo nuevo y esa tierra nueva en la que habitará la justicia y donde ya no haya más dolor, más sufrimiento ni más muerte. Luchar por la justicia y por la dignidad del ser humano y prescindir de Dios es falta de fe y de humildad. Nosotros somos solo instrumentos en manos de Dios y debemos tratar en todo momento de cumplir su Voluntad. Pero no podemos caer en la soberbia de creer que con la revolución, con el activismo político o por puro voluntarismo, vamos a conseguir ese mundo nuevo que deseamos. Al final, esas ideologías son mentiras que empiezan predicando la justicia y acaban creando campos de concentración, cometiendo matanzas y estableciendo dictaduras infernales. El camino hacia la justicia pasa por la conversión personal de cada uno de nosotros. El camino hacia la salvación pasa por la cruz, no por las metralletas.
Otros creyentes, en cambio, centran su fe en las prácticas piadosas: misa frecuente, vida sacramental… pero luego, en su vida, esa piedad no se concreta en nada. Hay fieles que viven su fe de manera desencarnada, como una faceta de su vida aparte que no tiene nada que ver con su trabajo, con su familia, con sus diversiones o con sus opciones económicas o políticas. Hay hombre y mujeres aparentemente muy piadosos que luego explotan a sus trabajadores, que se corrompen para enriquecerse, que no tienen escrúpulos para ser infieles a sus esposas o para distraerse en lupanares; que no se preocupan por la educación de sus hijos ni le dedican tiempo a su familia. Hay quienes bautizan a sus hijos y les hacen grandes fiestas con motivo de la primera comunión, pero luego defienden el aborto públicamente o votan a partidos abortistas. Son cristianos hipócritas, fariseos falsos que piensan que una cosa es la religión y otra distinta la vida real. Son cristianos mentirosos, porque dicen creer en Dios pero sus vidas desmienten sus palabras.Quien dice que ama a Dios pero no ama al prójimo es un mentiroso.
Ni espiritualismo desencarnado ni activismo social sin Dios. La verdadera piedad consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.Nosotros vivimos de la Eucaristía, vivimos de Cristo, realmente presente en el Santísimo Sacramento. Si no hubiera sacerdotes, si no pudiéramos adorar al Señor en cada sagrario, si no nos pudiéramos unir a nuestro Señor en la sagrada comunión para que el Señor nos vaya santificando, haciéndonos carne de su carne y sangre de su sangre, nosotros estaríamos perdidos. Es el Señor el que nos salva, el que nos santifica con su gracia. Necesitamos al Señor para que nos perdone a través del sacramento de la penitencia, para que nos vaya curando de nuestras caídas y perdonando nuestros pecados. Porque nosotros somos frágiles, débiles; y caemos. Y necesitamos que Él nos levante y nos vaya haciendo suyos. Necesitamos que el Señor nos libere de nosotros mismos, de nuestro pecado; porque sin el Señor estaríamos condenados: es Él quien nos salva y nos promete la vida eterna. Porque Él nos quiere y ha pagado con su sangre el precio de nuestra salvación. Pero sólo nos salvamos si nosotros nos dejamos salvar, porque somos libres de adorarlo a Él o de dejarnos seducir por las tentaciones del Maligno. Y el Señor respeta nuestra libertad y sólo nos salva si nosotros queremos dejarnos salvar.
Pero el encuentro con Cristo nos exige coherencia eucarística. No se puede seguir al Señor y vivir como si nada. El amor a Cristo y el amor de Cristo nos envía a amar a nuestro prójimo, a no pasar de largo ante el hermano herido al borde del camino, a perdonar a los que nos ofenden; a amar incluso a quienes nos humillan públicamente. El amor a Cristo nos cambia la vida. No se puede uno encontrar con Cristo y vivir igual que antes. Cuando uno se encuentra con el Señor, todo cambia. Porque veremos la realidad con ojos distintos. Y la vida la viviremos con horizonte de eternidad. El Señor no nos ahorrará sufrimientos. Para seguirlo a Él hay que cargar con la cruz, pero sabemos que esa cruz es el único camino hacia la vida plena que el Señor nos ha prometido.
Señor, que veamos con tus ojos, que sirvamos con tus manos, que amemos con tu corazón, que hablemos con tu Palabra. Haznos carne de tu carne y sangre de tu sangre para que podamos decir con el apóstol que ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí. Amar a Dios, adorarlo, unirnos a Él; y amar al prójimo. No hay otro camino. Lo otro es herejía pelagiana, ideología socialista o, simplemente, mentira e hipocresía.