Escrito por: JOSÉ BÁEZ GUERRERO (josebaezguerrero@gmail.com)
El asesinato de Guillermo Moncada por un vecino de su hermana, a la cual el matador había previamente maltratado, ha encendido en la opinión pública una justificada indignación como hace tiempo no ocurría con los crímenes que con demasiado frecuencia afectan a nuestra sociedad.
Quizás por lo horrendo, diez balazos por una discusión por un parqueo; talvez porque muchos suponían que esas cosas no deben pasar en el corazón de Piantini; o porque Guillermo y su bella familia poseen tantos amigos que les queremos mucho y estamos devastados por la tragedia; o dado que hay testimonios abundantes de que el asesino era un iracundo que según sus vecinos había llegado a golpear a su propia esposa estando ella embarazada…
Por cualquiera de estas razones o todas, es casi unánime el clamor social porque la Justicia actúe expeditamente en este caso tan terrible.
Pero aparte de los detalles de este horroroso asesinato, está la cuestión de cómo la violencia está manifestándose de manera cada vez más ominosa. Al reto de cómo enfrentarla hay que ponerle asunto rápida y eficazmente. Pero la urgencia no debe servir para ponerle parchos o remiendos a un tejido podrido.
Por ejemplo, un editorialista ha propuesto la creación de tribunales especiales para casos de violencia entre vecinos. Lo necesario es que los tribunales existentes juzguen sin demora y aplicando la ley, que prevé abundantemente las consecuencias penales de un crimen tan sañudo como el de Guillermo Moncada.
En cuanto a las otras consecuencias, da náuseas leer en la prensa cómo algunos desaprensivos pretenden ahora montar una campaña presentando al matador como víctima de su propia ira, cual ciudadano ejemplar hasta su momento de locura. Los testimonios de sus vecinos y de otras personas hablan fehacientemente de cómo el asesino y familiares suyos habían mostrado proclividad al conflicto y la violencia.
Pero aún si fuese un monje de clausura cuya vida haya sido toda de comunión con Dios, el solo hecho de matar tan criminalmente a un buen ciudadano que sí era ejemplar, con diez balazos por una simple discusión por un parqueo, amerita la pena máxima de 30 años de cárcel.
Al rezar por la familia de Guillermo, incluyamos una oración por los hijos del asesino, pues ellos quedan peor que huérfanos: hijos de un desalmado justamente condenado por la sociedad como un monstruo.
El asesinato de Guillermo Moncada por un vecino de su hermana, a la cual el matador había previamente maltratado, ha encendido en la opinión pública una justificada indignación como hace tiempo no ocurría con los crímenes que con demasiado frecuencia afectan a nuestra sociedad.
Quizás por lo horrendo, diez balazos por una discusión por un parqueo; talvez porque muchos suponían que esas cosas no deben pasar en el corazón de Piantini; o porque Guillermo y su bella familia poseen tantos amigos que les queremos mucho y estamos devastados por la tragedia; o dado que hay testimonios abundantes de que el asesino era un iracundo que según sus vecinos había llegado a golpear a su propia esposa estando ella embarazada…
Por cualquiera de estas razones o todas, es casi unánime el clamor social porque la Justicia actúe expeditamente en este caso tan terrible.
Pero aparte de los detalles de este horroroso asesinato, está la cuestión de cómo la violencia está manifestándose de manera cada vez más ominosa. Al reto de cómo enfrentarla hay que ponerle asunto rápida y eficazmente. Pero la urgencia no debe servir para ponerle parchos o remiendos a un tejido podrido.
Por ejemplo, un editorialista ha propuesto la creación de tribunales especiales para casos de violencia entre vecinos. Lo necesario es que los tribunales existentes juzguen sin demora y aplicando la ley, que prevé abundantemente las consecuencias penales de un crimen tan sañudo como el de Guillermo Moncada.
En cuanto a las otras consecuencias, da náuseas leer en la prensa cómo algunos desaprensivos pretenden ahora montar una campaña presentando al matador como víctima de su propia ira, cual ciudadano ejemplar hasta su momento de locura. Los testimonios de sus vecinos y de otras personas hablan fehacientemente de cómo el asesino y familiares suyos habían mostrado proclividad al conflicto y la violencia.
Pero aún si fuese un monje de clausura cuya vida haya sido toda de comunión con Dios, el solo hecho de matar tan criminalmente a un buen ciudadano que sí era ejemplar, con diez balazos por una simple discusión por un parqueo, amerita la pena máxima de 30 años de cárcel.
Al rezar por la familia de Guillermo, incluyamos una oración por los hijos del asesino, pues ellos quedan peor que huérfanos: hijos de un desalmado justamente condenado por la sociedad como un monstruo.