Julio Vasquez.

Radio Renacer

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domingo, 11 de enero de 2015

En Paris una insólita experiencia hace proclamar a un ateo: «Dios existe, yo me lo encontré»

Uno de los escritores y periodistas más destacados del siglo XX ha dejado como principal legado a su país, Francia, el insólito testimonio de su conversión. André había sido educado en el ateísmo por su padre, Ludovic Oscar Frossard, primer Secretario General del partido comunista, además de diputado y ministro durante la tercera República en Francia.
(Portaluz/InfoCatólica) «Mi padre –cuenta el propio André- era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès. Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)»
Pero el hijo de Oscar llegaría a ser con los años un afamado escritor y periodista que contaría las circunstancias de su transformación radical, en el libro testimonial Dios existe, yo me lo encontré, reconociendo allí el limitado alcance de las palabras para transmitir la riqueza y profundidad de un hecho extraordinario.

Ajeno al cristianismo

El cristianismo era una experiencia ajena en la educación de André Frossard; aunque tuvo una abuela judía y una madre, con la que estaba muy unido, que había tenido una infancia en el luteranismo. Pero nada significaban para él ni a sus padres, las campanadas de las iglesias cercanas, escuchadas en las Navidades de su infancia; aunque todos en su casa se vestían con traje de domingo… «para no ir a ninguna parte».
«Éramos ateos perfectos -puntualiza André en su libro antes citado-, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacía más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)»
Por eso es insólito e impactante lo sucedido a las cinco y diez de la tarde del lunes 8 de julio de 1935, en la capilla de Adoración del pequeño monasterio Sœurs de l’Adoration Réparatrice situado hasta hoy en el número 39 de la calle Gay-Lussac, en pleno Barrio Latino de París.
Frossard, con veinte años, había quedado para verse con su amigo, André Willemin. Ambos trabajaban en el diario L’Intransigeant, un periódico inicialmente de izquierdas (que luego derivó hacia el nacionalismo). Su amigo Willemin que es católico practicante estaba convencido de poder ganar para la fe a Frossard mediante el intelecto. Pero se dio cuenta que aquello era imposible cuando su amigo le ha devuelto, sin apenas comentarios, el libro del filósofo ruso Nikolai Berdiaev, Una nueva Edad Media. Con Frossard no parece servir lo de otros conversos: la lectura de pasajes bíblicos, o de obras de espiritualidad. ¿Dónde está la frase oportuna que deja al otro anonadado? A Willemin le quedaba sólo el recurso combinado de la amistad y de la oración, dejando a Dios obrar en el tiempo oportuno. André Frossard que no buscaba a Dios, sería sorprendido por Él…
«Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré. Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito. Fue un momento de estupor que dura todavía.».
Aquella tarde de verano, Frossard estaba impaciente en la calle esperando a su amigo Willemin quien había entrado en la capilla de las Hermanas de la Adoración Reparadora. Ni siquiera el edificio tenía mayor valor artístico como para gastar el tiempo observándolo. Es sólo una de tantas manifestaciones del neogoticismo del siglo XIX. Frossard finalmente decide acceder a la capilla y le resulta bastante gris, pues sus vidrieras apenas reflejan la luz del exterior. La única expresión de colorido es un altar decorado con ramas de flores. Las religiosas cantan Vísperas a dos voces, mientras algunos fieles rezan arrodillados, entre ellos Willemin. Sin embargo nada de esto despierta el interés de Frossard. Ni siquiera se percata de que se encuentra el Santísimo Sacramento expuesto. Su mirada deambula sobre aquello (la custodia) que le pareció ser una cruz de metal situada sobre el altar, iluminada por algunos cirios, y terminó deteniendo sus ojos ante el segundo cirio situado a la izquierda del objeto.

Dios en un susurro

En aquél instante con dos palabras que coparon sus sentidos, comenzó una arrolladora experiencia de conversión y transformación, inesperada para André Frossard...
«En primer lugar me fueron susurradas estas palabras «Vida Espiritual» …como si hubiesen sido pronunciadas en voz baja al lado mío… luego una gran luz… un mundo, otro mundo hecho de esplendor y de una densidad que de un golpe nos muestran el nuestro, entre las sombras frágiles de los sueños irrealizados… la evidencia de Dios… de quien siento toda la dulzura... una dulzura activa, llena de sorpresa, más allá de toda violencia, capaz de romper la piedra más dura y más dura que la piedra, el corazón humano.»
Para Frossard estas palabras se traducirán en una evidencia de Dios. Poco después, en la terraza de un café cercano, hace ante su amigo Willemin una profesión de fe: «Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.»
André Frossard falleció en Paris en 1995 a los 80 años de edad. A su muerte, Juan Pablo II le rindió homenaje en un telegrama a su familia: «Conservo el recuerdo de la vida y de la obra de este laico comprometido generosamente en el seguimiento de Cristo, que ha sabido dar testimonio ante sus contemporáneos de la existencia de Dios y de la fuerza del Evangelio».
El próximo 14 de enero se celebra el centenario de su nacimiento ( 14.01.1915). Hasta en sus últimos años André confesaba…: «Desde que he encontrado a Dios yo no me logro acostumbrar al misterio de Dios. Cada día es una novedad para mí. Y si Dios existe, tengo que decirlo; si Cristo es Hijo de Dios, tengo que gritarlo; si la vida eterna existe, yo la debo predicar».