Cuando comencé a conocer al Padre Flores era, todavía, lo que podría llamarse “un carajito”. Para entonces tendría que estar entre los 10 y 15 años. La fecha no logro precisarla con exactitud pero cabe la posibilidad que eso ocurriera a mediados o finales de la década de los 60s.
Eso sí, recuerdo como ahora que -para esos tiempos- ya mi madre Lucila Mercedes Bretón (QEPD y en gloria esté), que era una católica confesa por tradición familiar, nos arrastraba a misa a mí y a los demás hermanos y hermanas.
Vivíamos en un recóndito lugar de la provincia Espaillat llamado El Pico, un puntico que se pierde en la vasta geografía mocana. Esta comunidad “choca” con la frontera de Licey al Medio. El rio es la división.
De ahí que -en vez de ir a Moca a escuchar la Santa Misa-los que viven en esa zona, acuden a la iglesia de Licey. De hecho, muchas de las obligaciones se cumplen en este pueblo aunque, como ciudadanos, estemos acreditados en la Villa del Viaducto, pues somos serie 54.
Pero bueno, el hecho es que entre las 4:00 y las 5:00 de la mañana de cada domingo -en esos años de los que hablo no daban misas los sábados- ya mamá nos estaba despertando para ir a la iglesia. Y eso era un ritual que se cumplía lloviera, tronara o hiciera sol, pues no había excusa que valiera.
En esos tiempos la iglesia de Licey quedaba en el mismo centro, es decir donde hoy hay una tienda, justo a la entrada de la calle Hermanas Mirabal, frente a donde está la estación de gasolina Texaco.
(Una de las cosas por la que me gustaba ir a misa -más que por participar de la misma- era para comprar unos famosos chulitos que vendía una familia de La Reina. Cosa de muchacho, diría).
Bien, realmente fue aquellos tiempos que comencé a conocer al sacerdote Juan Antonio Flores Santana, el Padre Flores como le llamábamos. Es probable que fuera Licey donde oficiaría sus primeras misas después de ordenado. Habían dos sacerdotes que recuerdo: a él (Flores) y a Jesús María de Jesús Moya, el Padre Moya, hasta hace poco obispo de la diócesis de San Francisco de Macorís.
Debo confesar que tanto Flores Santana como Moya siempre me llamaron la atención porque, le decía a mi madre y a los demás de mi entorno, estos “nacieron para ser sacerdotes”.
Hacia énfasis, sobretodo, en Flores Santana porque se trataba de un presbítero con una increíble parsimonia, con una voz cálida, tierna, pausada. A nadie, absolutamente a nadie, he escuchado con el metal de voz que tenía este sacerdote ¡ni siquiera parecida!
A este monseñor nunca lo vi molesto. No estuve cerca de él, es obvio, pero me atrevo a asegurar que de su boca nunca salió una palabra descompuesta (contrario a un padre llamado Bobadilla, cuando yo estaba pequeño todavía, que un “coño”, perdonándome la expresión, era lo más decente que decía).
De Flores Santana recuerdo una anécdota: sucede que durante una de las misas a la que asistía en la iglesia de Licey -de seguro que si se le hubiese preguntado en vida, ni siquiera se acordaría de eso- un orate (un tipo que estaba pasado de loco), se paró frente al Altar y trató de interrumpir la homilía que daba. No con violencia, sino hablando en tono alto cosas disparatadas, que solo de una mente desequilibrada podían salir.
El Padre Flores, con toda la calma del mundo, le pidió repetidas veces al elemento que saliera.
Claro, este no hacía caso y continuaba “predicando” sus locuras , hasta que algunos de los presentes lo sacaron del templo y quedaron vigilantes para que no volviera a entrar.
Lo mismo ocurría con mucha frecuencia con otra desequilibrada llamada Polonia, que es uno de los personajes más pintorescos que ha tenido Licey en todos los tiempos. Era conocida ampliamente como “la loca Polonia”.
Del padre Flores o monseñor Flores debo de decir que era una persona apacible, humilde y sencilla en extremo, y de excelente trato. Aún siendo Arzobispo de Santiago conservó estas cualidades.
Nunca olvidaré que cuando era corresponsal de varios medios en esta ciudad, entre ellos El Nacional, Hoy y El Listín, además de Redactor de La Información (en distintas épocas) siendo él Arzobispo, cada vez que acudía al Obispado con el fin de entrevistarlo, raras veces me decía que no. Solo cuando estaba muy ocupado o tenía otros compromisos previos no me recibía.
Con su fallecimiento, el pasado domingo al mediodía, la Iglesia Católica perdió a una de sus figuras más emblemáticas a nivel nacional ya que monseñor era un verdadero ícono dentro del catolicismo dominicano.
Lamento la desaparición física de este digno y fiel representante de Dios en la tierra el cual fue para mí, y se también que para otros muchos, un verdadero cristiano porque vivió como predicó.
Espero que algún día el Papa lo canonice porque ese sí que fue un Santo en su paso por la vida terrenal ¡Que así sea, amén!
¡Seguimos en combate!