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lunes, 7 de abril de 2014

Héctor J. Díaz

Don Héctor H. Díaz sufrió en su época de gloria literaria el aguijón de la mentira envenenada de la que son víctimas los grandes escritores y pensadores dotados de una gran sensibilidad y sentir humanista.

Sabemos que el resentido expulsa el dardo ponzoñoso del rencor que portan los que se sienten pequeños al pararse frente a este monumento de la poesía postmodernista como fue don Héctor J. Díaz. Vale traer a este sentir mío una frase del poeta griego Homero que sintetiza la hipocresía: “Odioso para mí, como las puertas del Hades, es el hombre que oculta una cosa en su seno y dice otra”. El Hades, según le dijo Jesús a Pedro, nunca prevalecerá porque la grandeza alcanzada por el poeta azuano viene siendo tan irresistible como la piedra de la Iglesia edificada por Jesús.

La oratoria fascinante y aromática de don Héctor deleitó a los intelectuales criollos y a los extranjeros los atrajo vivamente con su voz encantada como cultor de la palabra hasta el grado que muchos admiraron su grandeza y su pasión por la bohemia sana. ¿Que diría entonces un del Valle-Inclán al encontrarse con un bardo de la estatura intelectual de don Héctor J. Díaz? Me imagino oírle decir que el mundo es una controversia.

Me encamino con mis pies descalzos sobre tierra azuana y mientras pateo el polvo de Compostela un nimbo ambarino me envuelve y me alza a la gloria. En el firmamento primoroso de poetas, sentado en su poltrona de gran señor de la literatura, me encuentro intempestivamente con don Héctor J. Díaz, el bate insigne de las letras dominicanas.

Oigo su voz ostensible declamándole al altísimo entre nieblas y esencias, como si no quisiera que nadie en el mundo de su partida le conozca o que nadie descubra su presencia celestial; pero su voz inimitable revela su majestad al escucharle declamar apetecible el poema Lo que quiero, el cual viene siendo una especie de angustia muy profunda que nadie alcanzó descifrar su mar de tristeza, veamos: Que nadie me conozca y que nadie me quiera/que nadie se preocupe de mi triste destino./Quiero ser incansable y eterno peregrino/que camina sin rumbo que nadie lo espera/.

En medio de aquel camino polvoriento por el que transito en mi búsqueda incesante de Héctor J. Díaz me encuentro con otro poeta azuano y le pregunto un tanto turbado y taciturno: "¿Es usted por suerte don Bartolomé Olegario Pérez, el autor del poema Margarita?". Me respondió con la voz agradable de un bardo austral: "¡Sí señor!". Y el poeta me pregunta fascinado: “¿Qué busca un escritor cibaeño por estas tierras apasionadas y distantes de Azua de Compostela?” “Busco al aeda don Héctor J. Díaz, quien me ha citado en sueño a esta vega hermosa que es también terruño del prosista Héctor Viriato Noboa, autor preclaro de aquel verso exquisito llamado Crisálidas poéticas y quien fundó la Sociedad Literaria y Cultural Athene”.

"Nuestro ilustre poeta don Héctor J. Díaz murió en Nueva York en 1950 y nos dejó como recuerdo su precioso poema Alma adentro", me dice don Bartolomé, “¿me permite recitarle algunas estrofas? “Claro que sí”, asentí complacido. “¡Oiga usted escritor que poesía más arrebatadora!”contestó emocionado don Olegario Pérez: Las nubes formaban arabescos grises/en el fondo de un cielo azul claro./Esta noche más cosas son más tristes/estoy pensando/voluble, caprichoso y libertino/jugué a la mala con la vida./Fuerte, despreocupado, equivoqué el camino/y equivocado confundí la suerte/.

“¡Oh Dios, qué nostalgia tan ingente y triste ha de sentir Azua cada 21 de enero, día de Nuestra Señora de la Altagracia, fecha del natalicio del insigne Héctor J. Diaz! “Don Bartolomé, ¿por qué en medio de esta melancolía tan dolida que nos calcina no me recita su verso Nostalgia?—“¡Como no!”, me responde, Veamos: Llevo en mi corazón la triste huella/de la eterna nostalgia sideral/y en los dormidos rayos de una estrella/de noche subo a donde Dios está./Alguien me guarda su amor profundo/en un país distante que soñé/y en medio a las tristezas de este mundo/a veces me pregunto cuando iré/.

Este bohemio culto y soñador, a quien se le veía sentado en la mesa del recordado restaurante El Trocadero, de la antigua avenida Duarte esquina Benito González, compartiendo una copa transparente con amigos e intelectuales, brindando como diría el poeta mejicano don Guillermo Aguirre y Fierro en su poema El brindis del bohemio: En torno de una mesa de cantina/una noche de invierno/regocijadamente departían/seis alegres bohemios/.

Y al escuchar la poesía de don Héctor era natural que el pueblo azuano renaciera de alborozo y aquel valle lujuriante se llenara de una fecundidad rebosante; sólo el timbre de su voz aterciopelada era capaz de hacer florecer de ternura a todos los que tuvieron el privilegio de disfrutar de sus inspiraciones que hicieron propicia la floración de aquel jardín austral enclavado en medio de una tierra de juglares.

Al final de aquel camino de polvo que pateaban mis pies descalzos al comienzo de esta entrega se levanta el regocijo placentero que produce rememorar en tan solo unas cuartillas a uno de los escritores y poetas más esclarecidos que haya tenido Azua de Compostela y el país porque me gozo en saber que don Héctor J. Díaz tuvo como guía la virtud y como compañera la fortuna de haber nacido poeta, como dijera el eminente filósofo y escritor romano Marco Tulio Cicerón.









Rafael A. Escotto