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sábado, 7 de abril de 2012
Ya no muere más
Por Guillermo Juan Morado,
es sacerdote diocesano. Doctor en Teología por la PUG de Roma y Licenciado en Filosofía.
En la Carta a los Romanos, San Pablo considera el carácter definitivo de la Resurrección: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (cf Rom 6,3-11). Su muerte fue un morir al pecado “de una vez para siempre” y su vivir “es un vivir para Dios”.
El anuncio luminoso de la Resurrección del Señor constituye el eje central, no sólo de la solemne Vigilia de Pascua, sino de toda la fe cristiana. Como a las mujeres que acuden al sepulcro para embalsamar a Jesús (cf Mc 16,1-7), también a nosotros nos sorprende la capacidad de Dios de obrar lo nuevo, de hacer que de un sepulcro brote la vida definitiva, el vivir para Dios que no acaba, la superación para siempre del dominio de la muerte.
Las mujeres van al sepulcro “muy temprano”, “al salir el sol”. Como dice el Sal 30, “al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”. La mañana es el tiempo de Dios, el tiempo de la curación y del rescate, cuando las fuerzas de la oscuridad pierden terreno ante el ataque del reino de la luz. El gran obstáculo que se interponía entre ellas y el cuerpo de Jesús, la piedra de la entrada del sepulcro, ha sido removido por Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos.
La luz de la Pascua permite leer de un modo nuevo, e interpretar en su justo significado, la totalidad de las Escrituras. Jesús Vivo es el inicio de la nueva creación, prefigurada en la primera creación de Adán y de Eva. Jesús es el nuevo Isaac, que sigue vivo después del sacrificio de su muerte en la Cruz. Su Pascua es el verdadero paso del Mar Rojo, a través del poder destructor de las aguas. En la Resurrección, Dios recoge a su Hijo, abandonado en la muerte, para darle la vida nueva.
Pero celebrar la Resurrección de Cristo es celebrar el propter nos de la salvación: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación”. Esta finalidad salvadora está impresa en todos los acontecimientos, en todos los misterios de la vida de Cristo: Su Encarnación en el seno purísimo de la Virgen María, su infancia y su vida oculta, los años de su vida pública anunciando el Reino de Dios, su pasión, su muerte y su gloriosa Resurrección.
Somos nosotros, cada uno de nosotros en primera persona - y es la humanidad y la creación entera - , los destinatarios de su Pascua. Asociados a Cristo por el Bautismo, somos sepultados con Él en la muerte para despertar con Él en la Resurrección; somos absueltos del pecado para vernos libres de su esclavitud y poder vivir y caminar en una vida literalmente nueva.
La Eucaristía, presencia permanente del Resucitado en medio de nosotros, nos da la fuerza necesaria para que esa vida estrenada como un regalo que procede de Dios fructifique en nuestra existencia.
En la Resurrección, y en los sacramentos que brotan de ella, Dios se hace presente en el mundo como un Dios que salva donde no podría esperarse humanamente la salvación. Esa presencia de Dios hace que se ilumine la noche. La luz de la Pascua se nos entrega a cada uno para que, a través de nosotros, siga iluminando el mundo.