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domingo, 29 de enero de 2012
Memoria de un tipo cualquiera
Por Benjamin Garcia
Después de abandonar la primera experiencia de trabajo en Nueva York, referida anteriormente, pasé a un “limbo” laboral. Había ido solo por seis meses, negado rotundamente a permanecer indocumentado, como se estila, mientras pudiera “hacer mi residencia”. Perduraría en aquel empleo el tiempo necesario, pero las circunstancias descritas en un texto anterior, me obligaron a desertar antes del out veintisiete.
Mientras completaba el ciclo y me preparaba para volver a mi patria, ya sin producción fija, debí buscar una alternativa, difícil en ese momento, pues solo me restaban unas seis semanas. Fue cuando tuve el primer contacto con el mundo cultural dominicano en aquella ciudad y del cual me referiré en otra ocasión. Solo decir de mi encuentro con quien se convertiría con el tiempo en un gran aliado y mejor amigo, el Presidente de la Fundación Comunitaria Dominicana, el señor Hipólito Núñez. Una persona excepcional.
Por su trabajo, tenía la facilidad de llevar desde la República Dominicana, materiales bibliográficos, de ahí mi posibilidad de poder trasladar una centena, del libro “La Pasión por la Vida”, mi primera obra, y con cuya venta pude sostenerme y recoger algún dinero para la vuelta. En ese ínterin, el abuelo de mis hijas, me avisa la disponibilidad de un empleo que me podría resultar interesante.
Debo decir que previo a mi renuncia en el supermercado de mis amores, un amigo me había ofrecido una ganga. La repartición de volantes promocionales sin mayor esfuerzo que detenerme en una esquina y entregar a los transeúntes aquel pequeño papel con información sobre unos cursos, oferta no materializada por no se cuáles razones. Me dejó frenando en el aro.
Con la promesa de un nuevo empleo temporal, parecido al fracasado proyecto de los flayers, me aparezco en una oficina de la calle 43, entre Séptima y Octava avenida. Un mundo un tanto desconocido para mí. Allá me esperaban dos judíos, jóvenes, hijos de su madre como todos, sobre todo cuando se trata de trabajos para los latinos, con una mochila llena de papeles a ser repartidos entre los peatones de aquellas transitadas calles del centro de Manhattan.
Mi trabajo incluía “vocear” en plena acera “Fee phone”, algo así como “conexión telefónica”, además de la exhibición de una pancarta de ascendencia al cielo, sobre la mochila cargada en mis espaldas con mil volantes mariposas. Todo parecía estar bien, hasta que la mañana siguiente, al empezar mis labores, me encuentro con la difícil y temible realidad de aquella labor.
Al ser en plena avenida, las posibilidades de usar un baño estaban supeditadas a que en un restaurante de comida rápida me dieran permiso, y el tiempo de almuerzo estaba limitado a unos quince minutos acompañado de una supervigilancia advertida. Es decir, no podía dejar la mochila en el suelo, comería cualquier disparate en un par de minutos y no debía callar, cual cigarra de la noche, el jodido “Fee phone”.
Otro detalle: me creía lejos de cualquier compatriota, o peor un compueblano que pudiera presenciar aquel espectáculo. No fue posible. Estaba justo frente a la entrada de una famosa tienda por departamentos muy visitada por los dominicanos. Por eso, solo a minutos de estar en aquella esquina pregonando mi producto, me pasa por el lado y se detiene a unos pasos a esperar el cambio de luz, una amiga de adolescencia, con quien incluso hice alguna vez una obra teatral. Tenía la suerte de estar ataviado para la temporada de frío y aquellos atuendos me hacen parecer cualquier cosa menos a Benjamin.
Pasado el susto, y al notar que no me “notó”, seguí tan tranquilo como el Juancito aquel, hasta que una media hora mas tarde, me encontraba de frente. No tuve más que saludarla y en una brevísima conversación, ponernos al día, sin dejar de ver en mi rostro el bochorno que aquello significaba. Todo apenas empezaba.
Pin Bencosme, el maestro de la música, con quien mantengo siempre contacto en aquella ciudad, ha de enterarse en este momento, que la segunda persona en pasar por mi lado fue su esposa. Con ella, ufff..., gracias a Dios, no tuve contacto visual. Pasó “sin saber que había pasado por mi lado” en el momento en que experimentaba el mayor “bajón” de autoestima en mi vida.
Mas tarde pasarían otros mocanos, incluido el amigo de un primo a quien había dejado recuperándose de un ataque cardíaco en el hospital. Miguel Ángel Santelices, delgado cual fantasma, incluso me rozó el abrigo y quizás contempló la pancarta sobre mis hombros. Le vi alejarse, ligero como una hoja de papel. Por la tarde, de vuelta, le encontré en mi casa y en un arranque de vanidad contenida le conté la escena de la mañana.
Ya cansado, con hambre y decidido a abandonarlo todo de manera inmediata, me recuesto sobre una pared, miro las luces del semáforo y como terapia, sin importar ya la vigilancia, cuento el tiempo del verde, del rojo y del amarillo, calculo cuantos cambios faltan para despedirme de aquel extraño empleo. En ese momento, una mujer se para a mi lado, nunca supe con cuál objetivo y cuando volteo el rostro, miro el perfil de quien fuera la orientadora de la escuela media en mi Moca querida. La profesora Amara Rodríguez. Nunca he tenido la oportunidad de contarle aquel episodio.
A las cinco de la tarde se acerca el puertorriqueño del otro bloque, mi compañero de trabajo, a quien se le veía animado de haber encontrado por fin, alguien para cubrir el otro flanco. Observé su rostro palidecer, cuando le dije que llegáramos a la oficina a buscar mi paga de ese día, la única y definitiva.
No recuerdo exactamente que hice con aquellos cuarentisiete pesos ganados aquel día en que incluso, un turista me tomó una foto. Aprendí para siempre cuán caro sale un mal empleo. Joder Magino.