Estamos tan acostumbrados a la tecnología que muchas veces me pregunté cómo sería volver a vivir sin teléfonos celulares y acceso a la internet, como lo hice durante mi niñez.
Un viaje de un mes a pie por el Camino de Santiago me permitió acercarme a la naturaleza, levantar mi espíritu y explorar cómo es la vida desenchufados.
Comprobé que me seduce la idea de llevar una existencia más sencilla, pero al mismo tiempo me di cuenta de que vivir totalmente desconectado es casi imposible. Y que la osadía de no llevar siquiera un reloj puede causar ansiedad, inseguridad, temor y una sensación de marginación.
El Camino es una serie de rutas de senderismo que convergen en la Catedral de Santiago de Compostela, en el noroeste de España, donde se cree descansan los restos del apóstol Santiago. Decenas de miles de personas recorren anualmente estas rutas ancestrales, algunos por razones espirituales, otros por deporte o turismo.
Yo opté por seguir el Camino Francés, la ruta más conocida.
Comencé mi aventura dejando mi celular personal y de negocios en casa, en Los Angeles. Partí a Madrid el 26 de junio pero como no había reservado un hotel use una computadora pública en el aeropuerto para conseguir un cuarto. Esto me hizo sentir mal porque pensé que nunca podría desconectarme. Después no volví a conectarme sino hasta el final del viaje.
Dos días después inicié mi viaje con mi amigo Marek Cabrera en St. Jean Pied de Port, frontera entre Francia y España.
Los primeros días fueron los más difíciles porque sentía que me faltaba algo en la mano. Estoy acostumbrado a leer constantemente mis mensajes de correo y noticias en el celular, así que sentía ansiedad e inseguridad al no tener mi celular conmigo.
En los restaurantes, todos se conectaban y yo me sentía aislado. Conforme fueron pasando los días, sin embargo, me fui sintiendo más cómodo.
Como mi amigo estaba muy metido en su celular y me comentaba lo que pasaba en las redes sociales, decidimos separarnos y todo funcionó bien para ambos.
En los albergues me levantaba al ruido de otros peregrinos preparándose para salir. Algunos peregrinos que conocí me pedían como amigos en Facebook y me prestaban sus celulares para que los aceptara. Para no ser descortés, lo hacía y les devolvía el celular.
Pero lo que más añoraba era poder conectarme para saludar a mis familiares y amigos.
También deseaba tener mi celular para ver las reseñas de los albergues y escoger el mejor. A falta de internet, preguntaba todo a los peregrinos o residentes del área: ¿qué hora es?, ¿cree que va a llover?
Aunque no llevé cámara fotográfica, no pude resistir la tentación de tomar fotos con celulares de amigos junto al trigo y los girasoles florecían a lo largo de la ruta, entre pueblo y pueblo de casas de piedras y campanarios con vista a la plaza mayor. Tampoco pude rehusarme a que me tomasen fotos.
La televisión no fue un problema porque la mayoría de los albergues no tenían televisores. Y cuando veía televisores prendidos, simplemente los ignoraba. Resistí sin problemas la tentación de conectarme a una computadora cuando aparecía una.
Tuve un poco de miedo en el centro de León, una madrugada que me quedé afuera de mi albergue por más de tres horas, y las veces que caminé tramos largos sin nadie a mi alrededor.
Temía lastimarme la columna y no tener a nadie que me socorriera. En enero me diagnosticaron una hernia en un disco lumbar. Afortunadamente, no tuve dolor alguno en la espalda.
En caso de emergencia solo tenía un silbato y mis bastones de senderismo. Los sustos me hicieron comprar una guía, que me hizo sentir un poco más seguro, especialmente después de saber que la estadounidense Denise Thiem desapareció en abril cerca de Astorga y todavía no hay novedades de su paradero.
Mi deseo de no sentirme solo al final de la ruta pudo más que las ganas de desconectarme y el 27 de julio me conecté a Facebook en Sarria para encontrarme con un par de amigas que estaban en la zona y caminar con ellas.
Los planes cambiaron y cuatro días después corrí los últimos 20 kilómetros (12 millas) sin mochila para completar la ruta de 760 kilómetros (470 millas).
A simple vista, el mayor desafío parece ser el esfuerzo físico. Soy donante de riñón, tengo el colesterol alto, pasé tres sustos por una leve arritmia cardiaca y terminé con ampollas y una tendinitis terrible en la pierna izquierda. En realidad, lo más duro fue desconectarme. Me tomó ocho días dejar de pensar en el trabajo.
El Camino me ayudó a comprender o recordar lecciones de vida que tenía casi olvidadas. Por ejemplo, ahora sé que un vaso medio vacío puede ser presagio de júbilo. Esto lo comprendí en Mélide, donde siete valencianas me hicieron retorcer a carcajadas hasta que se me fueron todas las penas.
Escuchar redoblar las campanas, llenarme los ojos de un horizonte verde y remojar mis pies en las fuentes me ayudaron a recordar mi herencia mestiza. España es para los latinos lo que el corazón es para el latido.
Aunque no pude desconectarme totalmente, fui feliz y logré la armonía que buscaba. Ahora he notado que soy más paciente, enfrento situaciones difíciles con más calma y hasta he adoptado el sobrenombre que me regalaron mis amigos españoles, Edu.
¿Volvería a desconectarme? No lo sé. Mi desafío ahora es seguir viviendo como en El Camino, amando al prójimo, llevando una vida sencilla y viviendo con el corazón al sol.