(Buena Nueva/Victoria Serrano Blanes) Allí, pese a los reveses, cada día constataban que no hay mayor defensa y consuelo que hacer la voluntad de Dios. Solo Él vence a los enemigos sin manchar la espada. Pasó el tiempo, nacieron otros cinco hijos, murió Félix, algunos hijos se volvieron a España… y allí sigue adelante Maite, abonando y regando aquel manzano del que se espera dé fruto. El que hace el bien de los demás hace el suyo propio, por eso confía en que finalmente el amor conquistará Japón. Así es la acción de Dios, así crece la esperanza, así madura la fe.
¿Cómo conociste el amor de Dios en tu vida?
Crecí creyendo que en mi relación con Dios yo tenía que ser buena. Pero claro, mi realidad de pecadora me lo impedía y eso me hacía estar mal. Cuando a los quince años –y con una situación familiar especial, ya que mi padre era esquizofrénico–escuché en unas catequesis que Cristo me amaba como yo era y se implicaba en mi vida, me impactó. Era el año 1973, en mi barrio de Madrid, que era muy obrero, los jesuitas predicaban la justicia social, y esto ligaba con mi deseo de cambiar las estructuras, de ayudar a los pobres… Pero empecé a ver en mi madre, que también había escuchado las catequesis, un cambio radical; comenzó a abrir su casa a gente de la parroquia con ideologías diferentes, entre las que se daba la comunión y el amor, y se apoyaba en Dios para ser sostenida en el sufrimiento por la enfermedad de mi padre. Es decir, yo veía dentro de la Iglesia dos diálogos diferentes: uno te llevaba al enfrentamiento y al justicialismo, y el otro a la paz y el perdón. En esta nueva comunidad que nació en la parroquia se veía muy patente el milagro de la fraternidad a pesar de la disparidad social, intelectual y política. Este amor entre los hermanos y de mi madre a mi padre –a pesar de lo difícil que era la convivencia familiar– me hizo conocer también el amor de Dios. Más tarde me casé con Félix y también he visto el amor de Dios a través de la familia.
¿Por qué os fuisteis a vivir a Japón?
En 1989 nos ofrecimos para marchar como familia en misión donde fuera. Dios había salvado nuestra vida y nuestro matrimonio, y por ello, al pedir familias para anunciar el Evangelio sentimos los dos que en agradecimiento al Señor debíamos responder a esa llamada. Llevamos veintiséis años en Japón, primero en Hiroshima y luego cerca de Yokohama. Allí han nacido los últimos cinco hijos. Félix murió de cáncer en el año 2004.
¿En qué consiste la misión?
En anunciar a Jesucristo a través de la vida en familia. Los japoneses consideran que se vive mejor en Occidente, por eso a nuestros vecinos les impactaba que una familia de siete miembros, y luego los que iban naciendo, se fuera a vivir con ellos en un barrio culturalmente muy budista. Son muy reservados pero ahí estamos junto a ellos.
¿Cómo fueron los inicios?
Vas con un proyecto de lo que será la misión y descubres que el plan de Dios no es el tuyo. Al principio tuvimos muchas dificultades a nivel práctico, pero el deseo de obedecer al Señor bastaba para que Él lo hiciese todo. Félix era aparejador, sin embargo, al no conocer el idioma era casi imposible conseguir un trabajo. Estuvo trabajando un tiempo de picapedrero… En Hiroshima vivimos siete años y cuando el Gobierno japonés, por necesidad de mano de obra, abrió las puertas del país a todos los descendientes de japoneses que después de la Segunda Guerra Mundial emigraron a América Latina (Perú, Bolivia, Brasil, Paraguay), un sacerdote italiano misionero nos llamó para ayudarle en la pastoral de la parroquia de Yokohama, ya que se había formado una comunidad latina.
Llegasteis con cinco hijos y allí nacieron otros cinco. ¿Cómo reaccionaban ante una familia tan grande?
En Japón solo se tiene un hijo o dos, pero me sorprendió no recibir oprobios ni por el número de hijos ni por el de cesáreas. Mis dos primeros hijos nacieron de parto natural pero como en el tercer embarazo tuve que tomar sulfamidas por la toxoplasmosis, y ello podía afectar al niño, me programaron una cesárea –entonces no existían las ecografías y me dieron la oportunidad de abortar clandestinamente, aunque decidimos seguir con el embarazo–. El niño nació perfecto. Si llego a abortar no me lo hubiera perdonado jamás. Después de Pedro tuve dos hijos más con cesárea en España. Cuando llegué a Japón, embarazada del sexto hijo, obligatoriamente tenía que nacer por cesárea. Luego tuve tres más y han sido mucho más respetuosos que en España.
Te han realizado siete cesáreas, ¿eras consciente de que tu vida podía peligrar?
Sí, claro, pero los cristianos sabemos que Dios es quien da la vida a nuestros hijos, y la apertura a la vida conlleva un riesgo. Yo soy una persona muy miedosa pero he visto que el Señor sostiene a los débiles. Así en frío te digo que ni el primer hijo hubiera podido tener. ¡Precisamente yo, con lo miedica que soy, que me muero al pensar en un dolor de muelas! Pero es Dios el que me ha dado la gracia para hacer cosas de las que me sorprendo. ¡Y cómo me ha cuidado! Para las dos primeras cesáreas que me hicieron en Japón –la cuarta y la quinta– me administraron una dosis de anestesia insuficiente y tuve unos dolores espantosos. Para la tercera cesárea en Japón le pedí a Dios que hiciera el milagro de facilitarme la entrada en un hospital grande, pues por mi situación de extranjera no tenía acceso. Y así fue: una feligresa de la parroquia de Gion dio todos los pasos para que me atendieran en el hospital de la Cruz Roja. Allí me pusieran la dosis que yo necesitaba.
Y curiosamente ha sido a Félix a quien Dios se ha llevado antes. ¿Cómo viviste la muerte de tu marido?
Así es, yo he arriesgado mi vida y en cambio Félix ya ha muerto. Dios llama a cada uno en su momento y el mío todavía no ha llegado. Por mi falta de fe, ¡el Señor necesita seguir trabajándome! Félix fue consciente de su muerte desde el primer momento y vivía su enfermedad con mucha naturalidad. ¡Sabía adónde iba! Incluso tuvo el ánimo de llamar a la imprenta para encargar sus recordatorios. El año que pasó desde que le detectaron el cáncer hasta que murió éramos como los tres jóvenes que no se quemaban en el horno, protegidos por la gracia. Sentimos muy vivas las oraciones de la gente. Que haya sido enterrado también es alta gracia, pues en Japón todos los difuntos se incineran. Por diversos factores: la escasez de terreno, el elevado coste, el temor a las ánimas… la Administración pone muchas pegas para el enterramiento, y Félix y yo tuvimos que dar bastantes pasos para adquirir una sepultura. Al final, el sacerdote italiano de Yokohama nos consiguió una en una pequeña isla. Yo me apoyaba muchísimo en mi marido, lo idolatraba, y su ausencia me hizo caer en una pequeña depresión, pero el Señor me rescató. ¡En mi situación, o me agarro a Él o me muero! Y he visto que, como me dijo un sacerdote amigo, es preferible una cebolla con Cristo que un manjar sin Él. La cuestión no está en lo que yo quiero, sino en lo que Dios quiere. Y sé que hacer su voluntad es lo mejor.
Tenemos una idea del pueblo japonés de estoico, disciplinado, con un alto concepto de la honorabilidad, ¿cómo es su carácter?
Es un país de grandes contradicciones; tecnológicamente avanzado pero muy tradicional. También son muy sibaritas y refinados, con lo cual, viven para trabajar y poder permitirse los caprichos. Es comprensible porque, al no creer en la otra vida, tienen que prolongar esta lo más posible con el culto al cuerpo, la vida saludable, los cuidados cosméticos, etc.
¿Cómo viven su religión: sintoísmo, budismo, confucionismo…?
Culturalmente tienen estas religiones muy arraigadas, aunque luego su vida va por otro lado. En el día a día no son religiosos ni trascendentes, pero en determinados momentos acuden a sus dioses –cerca de ocho mil, pues hasta una planta es una deidad para ellos–, e incluso algunos piensan que pueden reencarnarse en una cucaracha. Esta es la grandeza del cristianismo, que al ver a Cristo resucitado no tenemos miedo a la muerte pues sabemos que Él nos espera en la vida eterna. Sin embargo, el que no quiere conocerlo ni tiene claro adónde va ni de dónde viene, ¿qué sentimiento de trascendencia puede tener?
Hay un suicidio cada quince minutos y dos escolares al día se quitan la vida. ¿Tanta es la presión social, familiar o educativa que soportan?
Sí, son muy exigentes consigo mismos porque tienen que dar la talla por encima de todo, ya que se sienten obligados a salvar el honor de la familia –incluso con el suicidio, como pasaba antes con el famoso harakiri–. Los españoles, si estamos enfadados o molestos lo manifestamos sin tapujos, pero ellos lo consideran un signo de debilidad. No expresan sus sentimientos para no parecer vulnerables. Llueva, haga frío, calor, estén bien o estén mal, siempre muestran la misma cara. Es tal el orgullo y la vergüenza que les supone pedir que, aunque haya pobres, no se ve a nadie pedir por la calle. Y además no aceptan la caridad de cualquiera. La humillación que les supone saberse con necesidad les hace conformarse. También tienen muy arraigado que los trapos sucios se lavan en casa. Un niño no puede cortar una flor en un jardín público o tirar un papel al suelo, y si lo hace, la madre le regaña, pero no porque lo ha hecho sino porque le han visto. Está muy presente en su cultura que mientras nadie te vea puedes hacer lo que te dé la gana. El error está en que, realmente, actuar así no educa ni corta la raíz del pecado; solo sirve para dar una imagen. Por eso si te descubren te hundes. También hay muchos problemas de acoso escolar.
¿Les costó a tus hijos adaptarse a esta sociedad tan diferente?
Los primeros misioneros son los hijos, pues en el colegio se enfrentan a la cultura tal y como es. A los mayores, Isaac, María, Pedro y Josué les costó adaptarse. Los compañeros de clase les hicieron mucho daño: se reían de ellos, les metían chinchetas en los zapatos… Pero fue un milagro que no se rebelaran. ¡Verdaderamente el Señor nos ayudó! Dios les inspiró no resistirse a estos sacrificios ni devolver mal por mal, y eso les salvó, pues con el tiempo dejaron de meterse con ellos. Además, Dios no ha permitido que mis hijos crecieran con dolor ni acritud hacia los japoneses ni hacia la misión. Al contrario, concretamente para mi hija María era un honor sufrir por Cristo, no un agravio.
¿Aprovechó el demonio ese sufrimiento para hacer que desistierais de la misión?
Ver a los hijos pasarlo mal es peor que sufrirlo uno mismo. Lo primero que te sale como madre es actuar como una leona para proteger a tus cachorros. Pero Dios nos sostuvo. A mí, en medio del dolor, el Señor me ha inspirado tener siempre presente a Esaú y su desprecio a la primogenitura por un plato de lentejas, y acordarme también de la elección sobre Jacob. Ante la tentación de volverme a España me apoyaba más en Dios y en la Virgen. Allí descubrí la impresionante actitud de María de entrar junto a Cristo en la misión salvífica del hombre por amor a él.
¿La precariedad económica os desanimaba?
Para nada. ¡Cómo Dios nos cuida! Nos montamos la casa con muebles de la basura. Era el «boom» económico y la gente las tiraba no por viejas sino para renovar. Llegaban nuevas familias en misión y le decían a Félix: «A ver si encuentras una cuna». ¡Y cuna que aparecía! Lo que necesitábamos lo encontrábamos, ¡hasta con la caja! Uno quiso una caña de pescar y al poco apareció una en un contenedor. El Señor provee de tal forma que inspira a la gente para colmar tus necesidades y tus deseos. ¡Claro que se puede vivir de la fe, y de tan poca fe como tengo yo! Tengo que decirle al demonio: «¡Vete de aquí que tengo memoriales para recordar todo lo que el Señor ha hecho conmigo!». Dios rompe los esquemas; mis cinco hijos mayores, que tan mal se lo pasaron en el colegio, han podido hacer carreras universitarias en Japón. Y de los cinco que han nacido allí una es carmelita descalza y otro seminarista.
En una población de ciento treinta millones, menos del 0,5% son católicos. ¿Por qué no prende la mecha del Evangelio?
Es un gran misterio. El mismo San Francisco Javier lo decía: «En la India pesqué con una red, en Japón pesqué con una caña». El hecho de que muchas familias católicas en misión estemos allí es una muestra de que el Señor ama a este pueblo y desea que sea salvado. Cristo ha dado también su sangre por Japón y quiere que conozcan su amor. Ahora, ¿cuándo se producirá su conversión? No lo sé. Desde luego, ha habido muchos martirios y su sangre ha sido semilla de nuevos cristianos y el motor para que nosotros estemos allí. En Nagasaki los católicos son descendientes de aquellos mártires. También muchos misioneros, después de las bombas atómicas se desplazaron a Japón, y este donarse de la Iglesia Católica hizo despertar muchas conversiones. Nada se pierde, pero hoy por hoy no sabemos por qué tienen el oído cerrado al Evangelio. Por eso, al menos que vean nuestro amor y entrega hacia ellos por amor a Cristo. Como ha sucedido, por ejemplo, tras el tsunami, que ninguna de las familias en misión se ha marchado y eso les ha llamado mucho la atención, ya que ellos, de haber podido, se hubieran ido lejos. Ahora bien, traspasar ese amor y atraer a todos los japoneses a Dios es alta gracia, y eso solo está en manos de Dios.
La mies es mucha en Japón, ¿a qué te sigue llamando el Señor allí?
La misión es para uno. Si Dios permite evangelizar, estupendo, pero sobre todo es para la propia conversión. Yo vivo el día a día pidiendo a Dios, con temor y temblor, que siga apiadándose de mí porque me puedo perder y caer en lo que ahora considero inconcebible. Y me llama a vivir con docilidad para aceptar lo que Él quiera, pues mi vida no me pertenece a mí sino al Señor. Que hoy estoy aquí, muy bien, que mañana allá, pues también bien…
¿Crees que Dios ha sido bueno contigo?
Muy bueno, ¡súper generoso! Yo merecía haber sido abandonada por tanta dureza, tanta incredulidad, tanta infidelidad hacia Él y, sin embargo, me ha pagado siempre con el bien: con su amor y su paciencia. Que todavía me llame, siendo yo puro impedimento, es algo que me supera y me conmueve. Él sabe lo que está haciendo, desde luego, pero yo no me escogería. Cada día le digo: ¡Ponlo tú todo, que ya sabes cómo soy yo!