Al iniciarse el alba de cada 30 de junio, aquí empezamos, aunque cada vez con menos entusiasmo, la celebración del Día del Maestro. Y para aquellos jóvenes que han escogido como profesión tan noble ejercicio, es justo que se diga que no debería llamarse “Día del Maestro” a secas, sino “Día Nacional del Maestro dominicano”.
Sé que suena como frase eufemística pero, como dijera alguna vez el Premio Nobel de literatura, Jorge Luis Borge, “aunque el tiempo define, simplifica y empobrece las cosas”, la persona que enseña con fervor y desusado interés a un niño cómo se escriben y qué reglas siguen las oraciones que ese mismo niño construye en el aula o que nuestros héroes merecen reverencia y gratitud porque forjaron nuestro pasado y sus hechos estimulan nuestro presente a fin de mantener la unidad de la nación y el espíritu de lucha por un porvenir exitoso, a esa persona, señores, no hay que regatearle elogios.
Los dominicanos somos muy solícitos para destacar las vanidades individuales, pero cultivamos poco la disposición a destacar el empeño de un colectivo que a menudo rumia más su inconformidad que su grandiosidad. Tal vez esa característica nuestra sea la causa de que en los últimos 25 años el Día del Maestro ya no represente un detalle simbolizador de la gran estima y del amplio concepto que tiene la sociedad sobre el maestro.
No pretendo negar que hoy haya maestros que no palpitan en la escuela, que no se erigen en modelos positivos de sus alumnos, que son más escépticos que afirmativos y que no han comprendido su misión, tanto así que creen que son inútiles como instrumentos responsables de transmitir nuestra cultura a sus discípulos. Sin embargo, esa actitud solo alcanza a una pequeña fracción de la población magisterial. El grueso vive ardorosamente consagrado a su quehacer. Es a estos últimos a quienes la sociedad debe valorar más sus virtudes que sus vacíos; mostrarle más opiniones favorables a su imagen pública y labor.
Cuando se recoja y se escriba la historia de las aportaciones, la genuinidad, la validez y legitimidad, el grado de conciencia social, su evolución experiencial y la realidad social en que vivieron y enseñaron cientos de pioneros de la educación dominicana durante el último tercio del siglo 19 y durante el siglo veinte, ese día comprenderemos la verdadera dimensión del maestro. Y para que mis lectores tengan una elemental idea del contenido esencial y prodigioso de la tarea a que se abocaron aquellos pioneros de la enseñanza de los periodos mencionados, voy a nombrarles quienes alfabetizaban y ayudaban a construir saberes en los niños, los maestros de mi pueblo, Altamira. Pues simplemente, un maestro es un constructor.
Antes de la independencia de 1844, no hay constancia escrita de quien o quienes eran maestros en Altamira. Sí se sabe que en 1870, Manuelico Peña, el primer síndico que tuvo el municipio fue alfabetizado por un profesor particular. Y para ese mismo año, don Pablo Rancier también era maestro particular. Peña había nacido en 1860 y para 1879 fue nombrado maestro durante el gobierno de Luperon, y aunque en 1889 fue nombrado sindico municipal por Lilis, siguió siendo maestro.
A partir de entonces, Rancier y Peña eran los únicos educadores conocidos ahora pagados por el gobierno. Hacia el 1916, Nini la hija mayor de Rancier, fue nombrada por el gobierno de Ocupación maestra del pueblo junto a Arturo Castellanos. Hacia el 1920, había tres escuelas en el municipio: una en el centro del pueblo, otra en El Cupey y la tercera en El Mamey. Solo la primera estaba techada de zinc y tenia piso de madera. Las otras dos, tenían techo de cana y yagua y piso de tierra.
Llegado el 1925, Vetelio Rancier, hijo de Pablo Rancier, y Polo y Nolasco Peña, ambos hijos de Manuelico Peña, fueron designados maestros durante el gobierno de Horacio Vásquez. En 1930, también nombraron a Nicodemo Arias. Hacia el 1950, ya hubo decenas de maestros en todo el municipio, tales como doña Teresa Almonte, Rafael García, Socorro Montan, las hermanas Dulce y Regy Arias, Nelly Rancier, quien fuera mi maestra y biznieta de Pablo Rancier, Enriquito Mendoza, Santiaguito Domínguez, Clodomiro Santín, Leopoldo Sosa, Benita Hernández y Merencia Cabrera quienes cubrían la tanda nocturna para adultos analfabetos.
¿Y cómo dejar de mencionar a doña Eugenia, a doña Georgina y a Luisita Ureña? ¡Ah, qué maestros aquellos! Para todos ellos mi reconocimiento. Ya en la modernidad, a partir del 1963, el profesor Aníbal Álvarez y el autor de estas cuartillas, iniciamos la Educación Media en el municipio al crear el Liceo semi-oficial, Rubén Darío, donde los estudiantes de bachillerado pagaban un peso mensual de colegiatura. Este es actualmente el único Liceo público, desde hace 40 años, ahora oficial, que funciona en el pueblo.