“El valor de nuestra recompensa compartida es y debe ser medida por la paz que triunfará, porque la humanidad común que une a blancos y negros en una sola raza nos dirá a cada uno de nosotros que debemos vivir como los niños del paraíso….” (Nelson Mandela).
Es difícil hablar de un hombre de la magnitud de Nelson Mandela: nos asecha el riesgo de quedarnos cortos al pretender describir ese ser humano extra. Sé, sin embargo, que las palabras: libertad, justicia, solidaridad e igualdad están vinculadas con su ser y por eso dejan de ser meras palabras repetidas en la prensa y los púlpitos. En su vida se llenan de carne, salvia y sustancia. Son valores que aunque lucen moribundos en nuestra sociedad contemporánea resucitan en él, quien con su testimonio de entrega nos devuelve optimismo al tiempo que nos hace creer en ellas porque así lo hizo y lo dijo Mandela: “Siempre parece imposible hasta que se hace…”
Mucho se ha escrito sobre su vida, sobre su entrega y servicio a la humanidad. Mucho se ha escrito sobre esos 27 años de vida en cautiverio por haber luchado y enfrentado al “apartheid”, el régimen de segregación racial de la minoría blanca sudafricana. Su inenarrable sufrimiento supera los intentos de cronistas y biógrafos, pues, por más que se haya escrito y contado, jamás podremos imaginarnos lo que este hombre vivió, experimentó, sufrió en su cautiverio.
¿Cómo sería para él quien manifestaba una debilidad particular por los niños, vivir lejos de su familia sanguínea, de sus hijos e hijas. No estar ahí, compartiendo con ellos esos instantes de su infancia, adolescencia que vuelan como hojas que se lleva el viento y que son irrecuperables. ¿Qué sentiría al ver pasar sus días, semanas, meses, años en las rejas de esa prisión, mientras la vida transcurría afuera privándole de sus pertenencias por el simple hecho de nacer con vocación de libertad?. ¿Qué motivaría a este hombre a mantenerse firme en sus ideales, en sus luchas, en esa causa que envolvía a todo un Continente, aunque sacrificara este templo sagrado familiar?. Era como dejar de abrazar algo o alguien amado para abrazar a toda la humanidad.
Este hombre convirtió los barrotes de acero en lazos de unión, de fraternidad universal. Fue el gran vencedor, el gran guerrero de las batallas cotidianas. Transformó el odio, el resentimiento, la rebeldía, en la práctica radical del perdón en servicio y entrega incondicional.
Cada vez que tenía la oportunidad de ver a Mandela en la televisión observaba tres cosas: su caminar, su mirada y su sonrisa. Ellos me hablaban del Espíritu, del alma que vivía en su cuerpo corporal. Su caminar me hablaba de firmeza, humildad y paciencia. Su mirada me transmitía, transparencia, serenidad, iluminación y sabiduría. Su sonrisa me inspiraba, franqueza, ingenuidad y sanidad.
La combinación de todas estas expresiones, de su andar, su mirar y sonreír me daba el resultado final: un ser humano excepcional, con un aura resplandeciente, al buen servicio de la humanidad.
Hoy el cuerpo físico de Mandela se nos ha ido a otra dimensión, pero cuánto ha dejado en este largo peregrinar. Qué legado más hermoso de amor, de luchas por causas justas e igualitarias, por reclamación de derechos humanos le ha dejado al Planeta Tierra. Qué herencia de desprendimiento material , de desprendimiento de uso de poderes le ha dejado a los gobernantes del mundo, como asignatura pendiente.
Una luz terrenal se apagó el 5 de diciembre del 2013 para darle paso a la iluminación de todo el Universo.
Nelson Mandela fue enviado a cumplir su misión terrenal y como buen guerrero tomó su espada y recogió los caminos, venciendo a través del amor y del perdón.
“La muerte es algo inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que creía por su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que yo he cumplido ese deber, y por eso descansaré para la eternidad” (Extracto de una entrevista para el documental “Mandela, 1994”).
La autora es Abogada y docente universitaria.