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lunes, 7 de octubre de 2013

Una sentencia histórica que salvó la Independencia de 1844

 
La magnitud del desafío al que nos hallábamos expuestos antes de la Sentencia 168/13. Ignora, parejamente, las consecuencias y los derroteros que hubiese tomado el país, de haber mandado unas señales contrarias al interés nacional. Los jueces del Tribunal Constitucional se enfrentaron a la mayor conjura contra la nacionalidad en toda su historia. Los cabildeos de todas las delegaciones internacionales: el comisionado de la ONU, la ACNUR, la delegada de la Unión Europea, la agencia estadounidense USAID o AID, el Centro Kennedy. Tras ellos, la multitud de ONG prohaitianas MUDHA, MOSTCHA , CEJIL, FLACSO, la Compañía de Jesús o curas jesuitas y una largo etcétera. Y, luego como una guardia pretoriana, sus voceros de prensa, sus abogadillos y petimetres, que reclamaban (y ahora exigen), tal como acaeció en 1965, la intervención del poder internacional con toda su nefasta y devastadora fuerza.
Muchos abogados creyeron que se trataba de una circunstancia episódica. Aun no alcanzan a ver los intríngulis y los entuertos que, en el porvenir, amenazaban la propia existencia de la República Dominicana. El poder internacional y los correveidiles de los haitianos se propusieron influir, en un asunto que se considera para todos los fines dominio reservado del Estado dominicano. Y, en verdad, influyeron; quebrantaron en este tema, como en otros, la unidad nacional.
El Tribunal Constitucional debía decidir, en un país en que se ha roto la frontera física, que vive en una promiscuidad territorial con la nación más pobre del continente, si a los hijos de extranjeros en tránsito. O, mejor dicho: no residentes debía dárseles la nacionalidad por jus solis (es decir, por haber nacido en el territorio dominicano). Dicho sin tapujos: debía decidir si desmantelaba la frontera jurídica para los extranjeros ilegales que ya han franqueado la frontera geográfica.
Examinemos menudamente los aspectos de la guerra jurídica.
·Hay varios criterios que pueden iluminar la circunstancia presente. La nacionalidad implica deberes y derechos. La Constitución y las leyes de migración prescriben cómo debe ingresar un extranjero a la República Dominicana, el haber desconocido todas esas normas del Estado dominicano; el haber franqueado sus fronteras, y el haber permanecido en el territorio nacional durante algún tiempo, sin haber regularizado esa situación, no genera derechos constitucionales en nuestro país, ni en ningún otro de los Estados signatarios de las Naciones Unidas. La disposición dominicana no es, pues, una rareza jurídica.
·La nacionalidad es una relación con el Estado. Y los extranjeros no residentes tienen, desde luego, derecho a una nacionalidad: la del país del cual proceden. Los hijos de madres y padres haitianos nacidos en el territorio dominicano, sin importar el estatus migratorio, nacen con la nacionalidad haitiana de origen, jus sanguinis. ( Art. 11, Constitucion haitiana). Y no se venga ahora con la majadería de que pretendemos aplicar en el territorio dominicano las leyes haitianas. Porque la filiación persigue al individuo donde quiera que esté. Estas personas deben vincularse al Estado haitiano. No hay, pues, razón para invocar la apatridia de los descendientes de estos inmigrantes. Esa realidad no tiene vela en este entierro. En consecuencia, la República Dominicana, al aplicar sus normas constitucionales y migratorias no ha violado el artículo 20 de la Convención Americana de Derechos Humanos.
· En el 2004, los abogados de las ONG, tras una campaña de descrédito contra el texto constitucional, incoaron un proceso ante la Suprema Corte de Justicia, para que se interpretara que la noción de tránsito, que no es exclusiva de nuestro país, tuviese un término, según la ley de migración de 1939 de diez días. Conforme al razonamiento de esos abogados, tras este período en que el extranjero entraba en la ilegalidad plena, sus derechos crecían, y sus descendientes eran automáticamente dominicanos. Y todavía hay gente que defiende esa chapucería jurídica. En diciembre del 2005, la Suprema Corte de Justicia dejó zanjado este ataque a la nacionalidad, proclamando que el tránsito se refiere a los no residentes.
· Uno de sus voceros más furibundos, proclamó que los hijos de los ilegales no pueden heredar la ilegalidad de los padres. Esta ocurrencia descabellada puede ser entendida en dos sentidos. Primero, se pretende privar a los hijos de la nacionalidad de los padres. Los ilegales tienen una nacionalidad que le transmiten a sus hijos, la reclamación de estos voceros periodísticos, es arrebatarle ese derecho.
Ha sido propósito central de las ONG, jesuitas incluidos, romper la filiación. Anular la unidad de la familia. Convertir al descendiente de haitiano en caballo de Troya contra la nacionalidad dominicana. Con arreglo a la Convención de Viena los Estados “se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad con la ley sin injerencias ilícitas". Son los partidarios de arrebatarles el derecho a la nacionalidad de sus padres, los que promueven las montañas de declaraciones falsas en el registro civil, los autores del verdadero genocidio civil. Segundo, se pretende introducir un principio que no ha tenido ninguna continuidad constitucional en ningún país del mundo, a excepción de los Estados Unidos. Se trata de la práctica de deportar a los padres por hallarse fuera de ley, y dejar a los menores en el territorio estadounidense.
·Después de haber realizado todas las maniobras prepararon el gran asalto. Contaban para ello con el testigo ideal : la señora Deguis Pierre, hija de padres haitianos en condición de no residente, declarada irregularmente como dominicana, por haber nacido en Yamasá, elevó un recurso ante el Tribunal Constitucional para que se le expidiera, nueva vez, una cédula de identidad y electoral dominicana, que le había sido retenida por la Junta Central Electoral
Cuando penetramos en las complejidades del tema, se desprende claramente cuáles habrían de ser las consecuencias de tan trascendente sentencia. El año pasado nacieron en los hospitales dominicanos 43.852 niños haitianos. Cantidad muy superior a toda la población de Pedernales. Esos niños que son inscritos en el libro de extranjería, tienen exactamente la misma condición jurídica que la señora Deguis Pierre, son hijos de padres no residentes o en transito, y esto sin importar el tiempo que permanezcan en el país.
Imagínense, señores, aunque sea por un momento, cuál habría sido la situación de la República Dominicana hoy, si el más alto Tribunal del país en materia constitucional hubiese dado un fallo que se habría transformado inmediatamente en un efecto llamada. Que habría convertido a los millares de parturientas haitianas, que penetran a saco en las maternidades dominicanas, en reclamantes de la nacionalidad dominicana, fundado en la jurisprudencia sentada por el Tribunal Constitucional. Ese era el desafío mayor que tenían los jueces del tribunal.
En vista de ello, los magistrados miraron el pasado. Examinaron cómo habían actuado los más sabios juristas desde 1929. En esa fecha se modificó el derecho de nacionalidad por jus solis, que se había introducido en el país en 1907, para sobrevivir ante el peligro demográfico haitiano. En 1929, el jus solis adquirió la invariable configuración actual, que ha sentado doctrina en todas las Constituciones vigentes, la del 1966, que sirvió de fundamento a la Sentencia de la Suprema Corte de Justicia en 2005 y la actual Constitución del 2010 . Los altos magistrados se alejaron de las pasiones del presente.
Se centraron en los mayores ejemplos de solvencia y probidad jurídicas. Y, probablemente, se dijeron no tenemos ningún derecho a liquidar a la República Dominicana. No nos corresponde a nosotros enterrar para siempre el estatuto de nacionalidad. De ser favorable a los no residentes extranjeros haitianos, la sentencia hubiera roto la dualidad política y social de la isla. De un plumazo iba a hacer operar en el territorio dominicano la autodeterminación de dos pueblos, del dominicano y de los haitianos con papeles dominicanos. De este modo, la Independencia nacional del 1844 quedaría completamente anulada. Todo el esfuerzo de todas las generaciones de dominicanos, tras 169 años de separación de Haití, quedaría convertido en cenizas.
Tras un brevísimo período de Independencia, la nacionalidad dominicana desapareció en 1822 a manos de Jean Pierre Boyer. Los haitianos gobernaron a los dominicanos durante veintidós años de cautiverio babilónico. En 1844, se implantó la Independencia, el equilibrio demográfico, cultural y político hace que en el territorio histórico de la República Dominicana opere la soberanía y la capacidad de autodeterminación del pueblo dominicano, y que lo propio ocurra en el territorio haitiano
Como se ve, en contraste con otras realidades donde se ha llegado a independencias definitivas, irrevocables. En nuestro caso, la historia permanece como una herida abierta. Es, concretamente, el resultado del armisticio de los ejércitos, que quedaron varados en una frontera intrainsular, y del equilibrio de las poblaciones. La ruptura de esas frágiles realidades echaría por tierra todo lo adquirido en 1844.
Dicho esto, los honorables magistrados, no se estaban enfrentado a la nadería de una señora inmigrante, cuyo estatuto de residente ya está garantizado en los dispositivos de la sentencia. Se hallaban frente a la historia.
La lealtad de los magistrados no era con aquellos hombres encantadores, que vienen aupados por organismos internacionales, que habían hallado en esa sentencia la fórmula mágica para anular la nacionalidad dominicana y resolverles, tal es su creencia, los problema al pueblo haitiano a expensas del dominicano, sino con Juan Pablo Duarte, quien dijo “ entre los dominicanos y los haitianos no es posible la fusión”.
Una sentencia adversa al interés nacional hubiera sido para los dominicanos que amamos esta tierra, peor que el ataque a las Torres Gemelas. Porque arruinaría definitivamente el porvenir de la República Dominicana. Gracias, a los magistrados, que resistieron todos los chantajes , todas las trampas tendidas por el poder internacional, y que nos han devuelto la confianza en nosotros mismos.
Autor: Manuel Núñez