El amigo llegó a suelo norteamericano con una visa de tres meses que establecía poder hacer una sola entrada a aquella nación. Lo tenía claro, aún cuando el oficial de migración le permitiera permanecer por seis largos meses. No se tomó el riesgo y duró lo prudente en alguien en plan de turista. Se disfrutó sus quince días. Al volver al consulado lo hizo sin temor, cumplió con su parte y nuevamente le renovaron el visado, otra vez por tres meses. En esta ocasión volvió a hacer lo propio, dos semanas y de vuelta.
En una tercera ocasión le premiaron con diez años. Eso quería para evitar viajes apresurados y gastos que desequilibraran el presupuesto. Casado con una residente, de pronto la vida le sorprende con un embarazo. La decisión estaba tomada, su esposa daría a luz en New York. La criatura sería “americana” porque así lo establecen las leyes del país. Pero además, claro estaba en que al nacer el hijo o la hija tendría la necesidad de quedarse.
Quedarse tenía sus implicaciones. Pasaría a formar parte del ejército de hombres y mujeres en calidad de inmigrantes indocumentados, pues dejaría pasar el tiempo concedido por migración para estar de paso en el país. Corrió los riesgos. Pero una cosa sabía perfectamente: cuánto debía hacer para evitar una deportación. Esto implicaba un comportamiento impecable, además de las diligencias y el tiempo para adquirir un estatus legal y poder aplicar a una residencia y los derechos que con ella obtendría.
En unos dos años su esposa, con el tiempo cumplido para poder hacerlo, aplicó a la ciudadanía, en tal condición ya podía hacer la solicitud a favor de compañero quien aplicaría para un cambio de estatutos, pues había entrado de manera legal. De haberlo hecho mediante un visado falso, un pasaporte alterado o vía Puerto Rico o Méjico no podría hacerlo, pues las leyes son claras para quienes llegan a los Estados Unidos de forma fraudulenta. Esa es la reforma por la que todos esperan desde años y cuya dificultad radica en la negativa de una parte importante de la sociedad a regalar un estatus legal a quienes entraron violentando las normas.
En cualquier país del mundo medianamente organizado las reglas están claras, menos en el nuestro. Tenemos un vecino con características muy especiales que lo hacen diferente a nosotros y que ha sabido aprovechar nuestras debilidades, sobre todo esa de dividirnos como nacionales ante una decisión soberana de un tribunal competente.
¿Cómo es posible que durante tanto tiempo en nuestro país las oficialías civiles violaran las normas migratorias y la misma constitución, inscribiendo en sus libros de manera alegre personas sin las condiciones para tener el derecho de ser dominicanos? ¿En qué se pensaba mientras se permitía tal desaguisado? Ha llegado la hora de poner las cosas en orden y entiendo ese ha sido el espíritu de la sentencia del Tribunal Constitucional de la República Dominicana.
Entendemos el drama humano que significa esta situación para cientos de miles de ciudadanos hijos de inmigrantes haitianos, chinos, árabes o del cualquier otro país del mundo, que ahora quedan en un limbo legal, mientras resuelven su situación. Pero ellos han de entender la soberana decisión de nuestros jueces.
Lo más penoso de todo esto es cómo una decisión soberana, a todas luces necesaria y además transparente, ha dividido a nuestros nacionales. Nos ha extrañado que figuras connotadas hayan jugado a la confusión dando una lectura diferente a la sentencia y sobre todo, asumiendo posiciones contrarias a nuestras propias leyes.
Sigo preguntando ¿Cómo es posible que no queramos entender, por puras poses mediáticas, que nuestro país necesita, sobre todo en el tema migratorio, poner las cosas en orden? ¿O a caso puedo yo sentarme con un cartel frente a la embajada norteamericana o española a pedir una ciudadanía que no me he ganado?